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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «Johanna»


Las últimas horas del día se retuercen ante mí. Mi reloj de pulsera marca las siete y cuarto, y Johanna dice en su carta que el vacío la aguarda a las siete y media, bajo el puente de Kenngsington. Sólo yo sé qué significa eso, ese vacío es la muerte… ¿Puedo concebir semejante cosa? ¿Que mi amiga, mi hermana… pretenda quitarse la vida arrojándose a las gélidas aguas de un río implacable?


suicidio

¡Ay Johanna! ¿Por qué?

Llueve, las calles se extienden ante mí como un lienzo borroso y frío, y yo corro como puedo, a ratos, saltando por encima de los charcos, empujando a otra gente que no sabe nada de Johanna, ni de mí, y que se interponen en mi camino. Cruzo las carreteras sin mirar. La lluvia chorrea desde la capucha de mi chubasquero formando una cortina de agua delante de mis ojos. Una bicicleta me salpica al pasar y empapa mis pantalones, una moto frena de golpe y su conductor aúlla cualquier cosa porque no me había visto pasar, los faros de los coches atraviesan esta condenada lluvia, y el tiempo pasa, vuela, mientras mi desesperación se prolonga hacia delante, hacia el puente de Kenngsington, hacia Johanna, muda y oscura en su ceguera, la que le impide ver la vida con mis ojos, la que empuja su determinación hacia el abismo…

Corro sin aire, mis piernas se niegan a seguir, no estoy acostumbrada, pero me obligo. Miro el reloj, las siete y veinte. Marco el número de emergencias de nuevo, y de nuevo nada… «Líneas saturadas, por favor, inténtelo de nuevo pasados unos minutos….»

¿En serio? ¡No tengo unos minutos!

El paseo de Enric Ludwiegh se extiende bordeando el mar como una prolongación sinuosa, envuelta en la bruma y el salitre. Al otro lado de la barandilla salta el oleaje, furibundo, y las gaviotas trazan círculos arriesgados bajo ese negro cielo de tormenta. Parecen pájaros de papel suspendidos en este instante por el que me muevo tan rápido como puedo. Los ojos brillantes de un ave de plumaje gris se clavan en mí un instante.

Son y veintisiete…

Corro, me obligo a correr, pero los pulmones no dan a basto y me falta el aire, mi corazón late desbocado. Tengo que pararme… Un minuto, sólo un instante…

Pero no tengo un instante.

La lluvia se derrama sobre mí y cae al pavimento, escucho cómo golpea mi espalda, siento regueros de agua deslizándose sobre mí, hacia el suelo. Levanto la vista, el puente está a diez minutos, apenas se distingue su contorno, y suelto un gemido.

«Por favor, Johanna, no lo hagas… Prometiste quedarte, prometiste permanecer, al menos tanto como la vida te lo permitiese, por favor, Johanna…»

Me incorporo boqueando, y echo a correr de nuevo, esta vez forzando a mi cuerpo hasta el límite. Mis piernas se contraen, doy largas zancadas, contando cada una para mantener la concentración, mi capucha se cae hacia atrás y le lluvia ahora riega mi cabello y barre mi rostro. De todos modos no la siento, mi atención está fija en el puente. No veo a la gente, son sombras oscuras que dejo atrás, zigzagueo a través de ellas, a veces tropiezo, veo sus paraguas de colores, las olas saltan a mi izquierda, el salitre llena mi garganta, se cuela por mi nariz, tensa mi piel… El viento me golpea de costado y las gaviotas se suspenden burlonas en este cuadro espantoso, mientras la muerte se yergue junto a mi amiga…

Y media.

Mi reloj no perdona.

El puente de Kenngsington se dibuja ahora con más nitidez ante mí, a unos doscientos metros. Su estructura, del color de la sangre, se recorta a gran altura sobre la desembocadura del río. Miro horrorizada sus aguas turbulentas. Bajan con fuerza, llenas de desperdicios, ramas, barro y hojas muertas. No se ve la otra orilla, es un río ancho y profundo. El puente se eleva sobre él a una altura demencial…

Mis piernas se esfuerzan, mis músculos protestan y mi garganta sufre abrasada por la asfixia, pero yo sólo pienso en Johanna. Ya es tarde, ¿es tarde? ¡Oh Johanna… Mi Johanna…

Abandono el paseo y cruzo la carretera para entrar en el puente. No la veo… La busco sobre el muro, mirando al vacío, y no la veo… Son y treinta y cinco.

Ya ha saltado.

Un gemido endurece mi garganta y las lágrimas emborronan mi vista. Ya no corro. ¿Para qué?

Camino despacio, aún boqueando, y Johanna se me escapa entre las manos, porque no he sido capaz de ayudarla. El puente se extiende ante mí envuelto en esta odiosa bruma, los coches lo cruzan con sus faros deslumbrantes sesgando esta lluvia de mierda… El muro que da al río brilla bajo la luz de esos faros…

Entonces la veo.

Está de pie, sobre el murete, tal y como la había imaginado. Lleva su gabardina favorita, la capucha cubre a medias su rostro. Parece esperar algo…

—¡Johanna! ¡Johanna!

Ella me escucha. Sonrío esperanzada… Entonces se vuelve despacio hacia mí. Sus ojos negros brillan bajo el chubasquero, al reconocerme. Levanta una mano y me saluda. No ve mi angustia, sólo se despide… con una sonrisa.

Da un paso hacia el abismo, y mientras yo aúllo y salto hacia ella, demasiado lejos, se deja caer y desaparece. Un horrible vacío permanece en el lugar donde estaba hace un instante. No puedo oír como su cuerpo golpea el agua, porque el puente está demasiado alto y el tráfico se traga los sonidos. Cuando llego y me asomo por encima del muro, no veo nada.

Johanna no está.

Johanna, mi Johanna…

El puente se mece bajo mi tristeza y la lluvia oprime mi dolor, y el mundo alrededor de pronto se detiene.

© 2017 Maite R. Ochotorena

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