Maite R. Ochotorena
Relato: «El parásito»
Siempre he sido de esas personas a las que no les gusta ver películas de miedo, ni leer libros de terror, o hablar de sucesos sobrenaturales… La verdad, soy demasiado aprensiva con «esas cosas». Me aterra pasar por un callejón oscuro o quedarme sola en un parking subterráneo, y sí, me da miedo la oscuridad. Por eso evito todo lo que espolea mi imaginación hacia cierta clase de pensamientos. Desde luego, eludo las callejas tétricas, y jamás aparco mi coche en lugares que a determinadas horas se quedan desiertos. En general, procuro hacer como si el «mal» no existiera. «Ojos que no ven, corazón que no siente», ¿no?
Dirás que soy una exagerada, y que no se puede vivir así, permanentemente negando una parte de la realidad, pero a mí me funcionaba.

«Me funcionaba», en pasado.
Porque ahora comprendo que «esas cosas», lo mismo pueden suceder en una calle solitaria, de noche… como a plena luz del día, delante de todo el mundo.
¿No me crees?
Bueno… No soy quién para echar abajo tus creencias, al fin y al cabo, yo tampoco hubiera creído algo así hace un año. Y de verdad, si no quieres, no sigas leyendo, porque no me gustaría poblar tu feliz vida de sombras, y que te conviertas en alguien que «teme», como yo, que ya no soy capaz de salir de casa con la misma ingenuidad que antes. ¡Cómo echo de menos a la yo feliz y despreocupada!
En serio, tal vez sea mejor que leas otras cosas, y, si no… después no me culpes.
Bueno al grano, perdona, porque suelo irme por las ramas…
Querrás saber cuándo me pasó lo que sea que me pasó.
Lo cierto es que fue las pasadas navidades, la víspera de Noche Buena. Mira tú, un día de esos entrañables. Llovía, pero no había tristeza en el ambiente. Serían las seis de la tarde y el día lucía oscuro y mortecino. Caía una lluvia muy fina desde un cielo que no se distinguía. Las luces de las farolas impedían verlo, pero, a cambio, reflejaban una miríada de gotitas relucientes dispersas en el aire. Lo cierto es que provocaban un efecto muy bonito. La gente paseaba por la calle Grosvenor Square protegida bajo sus paraguas de colores. Si me ponía de puntillas con mis botines recién estrenados, y me esforzaba para mirar por encima de los demás, podía ver la calle repleta de paraguas rojos, negros, transparentes, azules, amarillos… unos adornados con divertidos motivos, otros mostraban un abigarrado despliegue de florecillas vistosas y alegres… un verdadero baile de color bajo aquel cielo tan oscuro. Sus telas impermeables brillaban a causa de la lluvia y la luz de los escaparates.
Los escaparates… ¡Eran de cuento! Los comerciantes se habían esmerado, y las tiendas lucían sus adornos navideños, espumillones, muñecos de nieve artificial, bolas brillantes cubiertas de copos dorados… Parecían postales de ensueño. Y los villancicos sonaban alegremente de una punta a la otra de aquella calle céntrica, repleta de comercios y de gente dispuesta a pasear y dejarse imbuir por aquel espíritu mágico de la Navidad. La verdad es que, si estabas predispuesto, podías sentir aquella magia.
Yo también.
Paseaba sonriendo bobalicona, con esa ternura que se te enciende en el pecho cuando ves rostros felices envueltos en bufandas y gorros de invierno, parejas agarradas del brazo compartiendo secretos entre cómplices susurros, o niños entusiasmados pegando la nariz al cristal de una tienda para contemplar sus juguetes favoritos… Pero es que, además, yo estaba especialmente feliz porque aquella Noche Buena iba a poder estar con la familia al completo, ¡todos! Hacía muchos años que no lográbamos reunirnos así… Lo cierto es que lo había echado mucho de menos…
Oh, perdón, que me enrollo de nuevo… A ver… Lo de mi familia, si quieres, ya te lo contaré otro día, ¿vale? Pero por ahora, centrémonos en lo que importa. No olvides que he venido a hablarte de «otras cosas». Desde luego mucho menos agradables.
La cuestión es que había pensado en comprar algo para mi sobrino de cinco meses, al que iba a conocer por primera vez… (¿que cómo es que aún no conocía al primogénito de mi hermana? Para otra ocasión, ¡que si no me voy por las ramas!) Por eso entré en aquella tienda enorme y llena de gente. Vi en el escaparate un conjunto de pijama realmente arrebatador, y quise hacerme con él. Lo malo es que los pasillos estaban atestados, y resultaba difícil buscar algo sin que constantemente alguien se cruzara en mi camino. Menos mal que la música navideña sonaba alegremente y que yo estaba poco predispuesta a enfadarme. Más bien al contrario…
Fue entonces, cuando vi lo que estaba buscando. Estaba expuesto en un mostrador bajo, tan perfecto para mi sobrino que me quedé hechizada contemplándolo. Además, aún quedaban unos cuantos, de diversas tallas, así que seguramente no iba a tener problema para encontrar uno que le fuera bien…
Me acerqué, con las mejillas encendidas de ternura, (es mi primer sobrino, ¿recuerdas?), y toqué la tela con cuidado, probando su suavidad…
En ese instante escuché un gemido a mi lado, un gemido lento y gutural… Alcé la vista de lo que estaba haciendo. A mi alrededor todo continuaba igual, los villancicos, el murmullo de la gente charlando y riendo en los pasillos… Pero a mí se me había erizado el vello en todo el cuerpo. Al poco, se repitió aquel gemido angustioso, muy cerca, bueno, no a mi lado, sino a mis pies. Bajé la vista y busqué el origen de semejante lamento… y… no te lo vas a creer. Allí, semi oculto entre algunas cajas, había un bebé envuelto en un harapo mugriento. Vi su piel pálida, sus bracitos escuálidos, y su rostro arrugado. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos. Estaban fijos en mí, y eran muy negros, como… carbones, y sus pupilas eran como dos ascuas ardientes. Abrió su boca sin dientes y gimió de nuevo, y a mí se me encogió el corazón. Miré alrededor, pero nadie más parecía haberse percatado de la presencia de aquel bebé horrible…
Y ahora me diréis que cómo puedo decir que un bebé es horrible… Pero en serio, no imagináis qué clase de… mirada tenía. Desde luego, no era la de una criatura inocente recién nacida. Incluso justifiqué que su madre lo hubiera abandonado. Incluso estuve a punto de marcharme, y hacer como si no lo hubiera visto…
Pero era Navidad, y… Me sentí fatal por pensar así. Allí estaba yo, comprando un pijamita para mi sobrino… ¿de verdad estaba dispuesta a no hacer nada por un bebé abandonado? ¿De verdad sería capaz de irme dejándolo allí, a su suerte? Al menos podía avisar a algún encargado de la tienda y hacer que se ocuparan ellos de la horrenda criatura… Sí, me dije, al menos podía hacer eso.
Así que me agaché, y tomé al niño en brazos. Su cuerpecito era menudo y frágil, y la tela que lo envolvía hedía como mil demonios. Una fina pelusa oscura cubría su cabeza y buena parte de su cuerpo, y su boca se abría enorme… para gemir. Cuando lo acerqué a mi pecho para darle calor, sentí un frío penetrante atravesarme de parte a parte, ¡y a punto estuve de soltarlo!
Sus ojos oscuros me observaban sin expresión, vacíos y profundos. Mirarlos era como asomarse a un abismo. Aturdida por las incómodas sensaciones que me estaban embargando, miré alrededor en busca de ayuda. La gente pasaba a mi lado sin fijarse en mí, ni en lo que tenía en los brazos. No vi a ninguna de las dependientas que hasta hacía poco merodeaban por los pasillos, ni a alguna de sus encargadas, cuyo uniforme rojo destacaba entre la multitud. Así que, aún sosteniendo a aquella criatura extraña en mis brazos, avancé entre la gente, buscando quien me pudiera ayudar.

Al poco, al fondo de aquel pasillo, vislumbré a una encargada alta y simpática que charlaba con una señora acerca de la talla de un abrigo para su nieta de siete años. No imaginas el alivio que me embargó en cuanto la vi. Me acerqué despacio, porque no pretendía ser maleducada, y esperé pacientemente a que acabara de ayudar a aquella señora y su nieta. La niña se volvió hacia mí, como si hubiera intuido algo, y se fijó en mi bebé. Lo miró a él, con curiosidad, y luego a mí, y de nuevo a él. Y su carita dulce se contrajo en un gesto de repulsa. Vi cómo aferraba la mano de su abuela y se pegaba a ella, escondiendo el rostro. Así que yo no era la única que notaba aquel… aura negra que emanaba del recién nacido. Bajé los ojos hacia él, que aún me observaba. Ya no gemía, pero su boca se abría hambrienta. ¿Cómo un niño tan pequeño podía abrir tanto la boca? Sentí cómo se pegaba a mí. Su cuerpecito se retorcía haciéndome daño en las costillas, y sus manos agarraban mi pelo tirando de él.
La señora acabó con la dependienta, y al fin pude acercarme a ella.
¿Qué crees que pasó? Mientras la abuela y su nieta se alejaban, noté una punzada en el costado, como si algo duro y gélido hubiera penetrado mi carne. Justo cuando iba a llamar la atención de la simpática empleada, tuve que frenarme porque algo estaba entrando en mí.
Literalmente.
Aturdida, sofoqué un aullido, y al mirar al bebé, vi que se había abierto camino a través de mi ropa y había metido ya sus manos en mi cuerpo, ¡y que se abría camino dentro de mí! No tengo palabras para describir lo que estaba pasando. No sé cómo, pero yo no sangraba, y sin embargo sabía que aquel monstruo había abierto una gran herida en mi costado, y que se afanaba por penetrar en mí a través de ella, como lo haría un parásito… Quise gritar pero no pude, y al volverme, la dependienta había desaparecido.
Y no… No puedo seguir… Dame un momento por favor…
Verás, esto no es fácil. Ya, ya, ¿que qué hice entonces? ¿que por qué no grité pidiendo ayuda?
¡LO HICE!
Pero fue como si nadie me oyera, ¡ni me vieran! Agarré al monstruo, porque eso era, un monstruo, por el cuerpo, y tiré de él para impedir que continuara reptando, pero, ¡Oh, Dios! Era muy fuerte… Como tener una sanguijuela de tres kilos pegada a ti… ¿Has intentado alguna vez sujetar una serpiente? Son increíblemente poderosas, pero este… ser, era de verdad «poderoso»… Gruñía por lo bajo y ante mis ojos acercó su cabeza hacia mi costado, y empezó a meterla por la herida abierta, a través de mi abrigo y mi jersey de invierno. Sentí la contundencia de su cráneo redondo y cómo invadía mi interior. Un dolor tremendo sacudió mi cuerpo y trastabillé, golpeándome con los expositores que tenía detrás. Tiré de aquel cuerpo pequeño y frío con todas mis fuerzas, tratando de arrancarlo de mí, pero él se retorcía y penetraba cada vez más en mi interior, entre los músculos, alojándose en mi vientre, tenaz e imparable. Ya había conseguido introducir la cabeza entera y ahora luchaba por meter también los hombros.
Aquella fue una batalla perdida de antemano. Yo lo sabía. Gemía desesperada, chillaba pidiendo auxilio, pero en vano. La música, las voces de la gente, ahogaban la mía, y estaban tan ensimismados con sus compras, que nadie se fijaba en mí… O seguramente es que «aquello» impedía de alguna forma que alguien me viera o me oyera. Agarré sus pies, diminutos, e hice un esfuerzo más… Ya tenía su cuerpo dentro de mí, y al poco, sus piernecitas también desaparecieron y al final, sus pies se escurrieron de mis dedos y se colaron bajo mi carne.
Estaba dentro de mí. La herida se cerró, y yo sentí que «aquello» se acomodaba en mi vientre, y un frío antinatural recorrió mi cuerpo entero. El corazón latía desbocado en mi pecho, y mi mente se negaba a procesar semejante locura. A mis pies estaba el trapo miserable que había envuelto al bebé del averno que ahora yo llevaba dentro.
Me erguí en medio del pasillo, absolutamente desbordada. Me miré el vientre, ahora prominente, como si fuera el de una mujer embarazada de siete meses. Pero yo no estaba embarazada. ¡Llevaba un «ser» infernal dentro de mí! ¿Qué podía hacer?
Palpé con las manos aquel bulto horrendo, y lo sentí moverse suavemente, acurrucándose en mi interior. ¿Qué clase de parásito llevaba en las entrañas?
Decidí ir al hospital. Tenían que sacármelo, ¡ya!
Y eso hice. Salí de aquella tienda, y busqué un taxi. Pero era la víspera de Noche Buena, y Grosvenor Square en esas fechas se pone imposible. Además, con la lluvia, el número de personas que solicitan el servicio de los taxis se dispara… Así que tardé una hora en que alguno me recogiera. Tuve que caminar con mi prominente barriga arriba y abajo de la interminable avenida, bajo la lluvia, a través de una marea de personas distraídas que simplemente eran incapaces de verme. Nunca he llorado tanto, jamás he tenido tanto miedo como entonces. Me acordaba de «Alien: el Octavo Pasajero», de su protagonista, Ripley, y se me revolvía el alma de pensar en lo que podía suceder a continuación.
El Hospital Saint Michel era el más cercano a Grosvenor Square, pero al taxi le costó recorrer los escasos seis kilómetros que lo separaban de la avenida más de una hora. Mientras tanto, sentada en el asiento de atrás, yo lloraba y gemía.
—¿Se encuentra bien señorita? —el taxista me observó preocupado a través del espejo retrovisor—. He visto que está embarazada, ¿cree que podrá aguantar hasta que lleguemos al hospital?
—No estoy embarazada… joder, ¡no estoy embarazada!
El taxista frunció el ceño, y luego meneó la cabeza, seguramente convencido de que yo era una de esas mamás primerizas que entran en pánico cuando llega la hora de dar a luz. La diferencia estribaba en que yo no estaba a punto de dar a luz, y que mi intención era abortar, de inmediato.
Entonces una horrible idea me asaltó. ¿Y si ningún médico se mostraba dispuesto a practicarme un aborto? ¿Quién iba a creerme cuando les contara lo que había pasado?
Me reí como se ríen los locos. Nadie iba a creerme.
Abrí la ropa rasgada, por donde la vil criatura había penetrado en mí, y dejé al descubierto la piel de mi vientre. No había rastro de heridas. El único vestigio de lo que había ocurrido eran mis ropas rotas.
A partir de aquí, lo que voy a contarte es el testimonio de una mujer desesperada. Por favor, no me juzgues… ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?
Cuando el taxi me dejó en el hospital, llovía torrencialmente. Caminé como una sonámbula hacia la entrada de urgencias, y allí pedí ayuda. La verdad, me atendieron enseguida, seguramente preocupados por mi avanzado estado de embarazo… Joder… Ellos sólo veían a una chica joven que debía de estar de siete meses, muy angustiada, y temían que me pusiera de parto prematuramente. Por eso antes de diez minutos estaba tumbada en una camilla en la consulta de un ginecólogo de urgencias.
—¿Siente contracciones?
El doctor que estaba de guardia ya me había hecho desnudar, y me había extendido ese gel helado sobre el vientre prominente. Mientras utilizaba la tecnología para ver mi interior, yo apenas pude mascullar una respuesta.
—No es mío… no es mío… Sé que no lo entiende, pero necesito que me lo saque…
El doctor detuvo su mano y me observó preocupado. Frunció el ceño, y supe que estaba pensando que yo era víctima de un ataque de pánico. Entonces, en el monitor, apareció la imagen nítida de mi «bebé». Me resultó espeluznante comprobar lo «normal» que parecía. Su corazón latía con fuerza, y se encogía en mi interior como cualquier otro feto de siete meses. Tenía los ojos cerrados, el muy… Porque si aquel doctor hubiera visto sus ojos…
—Todo está normal, señorita Jennings. ¿Lo ve? Su corazón late con fuerza, y no veo nada que pueda alarmarnos… Dígame, ¿por qué dice que no es suyo?
Le miré con desconfianza, y callé. Ya sabía que si contaba la verdad, como poco, me darían un calmante y me ingresarían para evaluación psiquiátrica. Iban a proteger al «monstruo», fuera lo que fuera.
—No, lo siento… Lo siento, es que… el padre del bebé se marchó… Doctor, ¿qué pasa si no lo quiero?
—¿Con siete meses de embarazo? —se sorprendió el ginecólogo—. No se puede practicar un aborto con el embarazo tan adelantado, señorita Jennings.
—¿Y si yo sé que corro peligro?
El médico se rió.
—No corre usted el menor peligro, puedo asegurárselo…
—Pero es que no lo quiero, por favor…
El médico se enderezó y me miró con verdadera reprobación.
—Debe usted calmarse, es normal lo que le ocurre, créame, hay muchas mujeres que pasan por lo mismo que usted, pero será usted muy feliz cuando tenga a su niño en brazos.
—No tiene usted idea de lo que dice —gruñí.
Y aquel «ser» se revolvió en mi interior. El «parásito» invasor.
—Vístase, la llevaremos a la consulta de la doctora Ramírez, es psicóloga y ella procurará tranquilizarla. Necesita usted descansar por su bien y por el del bebé.
¿Crees que no sé lo que estás pensando? Lo sé muy bien. Tú, como aquél médico, estás dudando de mí. Crees que tal vez me lo he inventado todo, y que probablemente imaginé que ese «ser» se introducía en mí, porque estaba aterrorizada. Crees que en el fondo no quería ser madre, y que por alguna razón despreciaba al fruto de mi vientre…

¡Pues deja que te diga cuánto te equivocas!
Por supuesto me llevaron, por la fuerza, ante la psicóloga, y ésta me interrogó hasta la saciedad, hasta hacerme vomitar la verdad. Sí. Se lo conté todo, y le mostré la ropa desgarrada allí por donde la criatura me había atravesado. Y sí. Me tomó por loca. Y me ingresaron, temiendo que hiciera algo contra mi hijo. ¿Mi hijo? ¡Por favor! ¡Se empeñaban en llamar «mi hijo» a aquella abominación!
Querrás saber qué hice… ¿verdad?
Antes de nada, tienes que saber que soy una persona dulce, cariñosa, y que adoro los niños. Recuerda que estaba comprando un pijamita para mi sobrino, que estaba encantada y feliz por eso… Recuerda cuánto deseaba conocerle. Al menos reconoce que no concuerda esto con mi aversión por el ser que llevaba dentro. Al menos reconoce que existe una duda razonable. Y no te he mentido. En ningún momento, ni sobre mi amor por mi sobrino, ni sobre todo lo demás.
Ahora… Te diré lo que pasó.
No llevaba mi móvil encima. Soy olvidadiza, y me lo había dejado sobre la cómoda de mi
habitación, en casa. Me permitieron llamar a mi hermano mayor, Edmund, desde el teléfono del hospital, para avisarle de lo que estaba pasando. Eso me alegró, porque mi hermano «sabía» que yo «no» estaba embarazada. Cuando me dieron el teléfono y marcaron su número, estaba exultante, porque él corroboraría al menos una parte de mi historia, la más importante. Que yo «no» estaba embarazada, que había estado conmigo dos días antes y que «no» había en mí rastro alguno del prominente vientre que ahora deformaba mi figura… Esperé muchos tonos antes de comprender que Edmund no iba a contestar. Entonces les fui dando los números de todos y cada uno de los miembros de mi familia, y uno por uno los fui llamando… Pero olvidaba contarte que mi familia, en vísperas de Noche Buena, tiene por norma olvidarse del mundo, pero sobre todo del teléfono. Nada de llamadas. Y te preguntarás, ¿y qué pasa si hay una emergencia?
Pues pasa lo que me sucedió a mí. Que no se enteraron. Que no pude contar con ellos, los únicos capaces de apoyar mi asombroso relato ante los psicólogos del hospital… Estaba sola. Porque además, no tengo amigos aquí, porque acababa de llegar después de haber pasado diez años en el extranjero, trabajando en una ONG.
¡Ah! Sí, una ONG cuyo propósito era trabajar en aldeas infantiles, para salvar niños… ¿No te parece un poquitín a mi favor? ¿Ni un poquito?
Cuando me quedé sola en la habitación del hospital, con un gotero enganchado a mi brazo y un calmante corriendo por mis venas, supe que estaba en una situación desesperada. Nadie iba a ayudarme, así que iba a tener que hacer algo por mi cuenta.
Sólo de pensarlo… Te ahorraré los detalles. No necesitas saber más que… Me arranqué el gotero, antes de que el sedante que me estaban suministrando embotara demasiado mis sentidos, me levanté y busqué mi ropa en el armario. Estaba algo mareada, y el engendro, que intuía sin duda mi intención, empezó a boicotearme desde dentro, mordiendo literalmente mis entrañas. Un dolor como no te imaginas me sacudió por dentro. Noté cómo ese ser se retorcía, como un gusano grande y frío, y me arañaba, gruñía y me mordía con aquella boca sin dientes, pero mortífera… ¡Oh Dios…!
Y aún así, no sé cómo, pude salir de la habitación.
El corredor estaba desierto en ese momento. El puesto de enfermería de la planta de psiquiatría apareció ante mis ojos sorprendentemente vacío. La suerte tal vez estaba de mi parte… Por eso avancé, de puntillas, hacia la escalera. No tenía un plan preconcebido, en realidad, no sabía qué iba a hacer. O sí. Sacar al monstruo de mi cuerpo…
Y entonces recordé que una amiga de mi hermana había tenido que recurrir a una ginecóloga para practicarse un aborto… ilegal. No voy a entrar en si hizo bien o mal, pero te diré que al parecer la habían violado, y que estaba embarazada de cuatro meses. Había acudido a las autoridades médicas y jurídicas para poder abortar, y nadie la había escuchado. Pretendían hacerla parir al hijo de un violador, y ella, simplemente no pudo soportarlo. Por lo visto esa ginecóloga practicaba ese tipo de intervenciones, en casos como el suyo. Y yo recordaba dónde tenía su consulta.
La doctora Brannagh trabajaba en un barrio adinerado del sur de mi ciudad, y cuando me abrió la puerta, sonreía con amabilidad. Era joven y bajita, muy menuda y morena. Me cayó bien al instante, pero no pude devolverle la sonrisa, porque estaba muerta de miedo. Además, yo había recriminado a la amiga de mi hermana por abortar estando ya de cuatro meses… En fin, dejémoslo… Allí, en el rellano de la escalera que daba paso a la consulta, me quedé muda, pálida y temblorosa. El engendro llevaba todo el camino desde el hospital torturándome, y temía que acabara matándome. Cuando la doctora vio la expresión de mi rostro debió de intuir algo, porque soltó una exclamación, me cogió del brazo y me hizo pasar enseguida. Me llevó a su despacho y me ayudó a sentarme. Me dio de beber un poco de agua y se sentó a mi lado, visiblemente preocupada.
—Tranquila… Tranquila —insistía mirándome con intensidad—… Primero, dime quién eres, tu nombre, y apellidos, y luego cuéntame por qué estás aquí… ¿Estás embarazada, de cuánto… ¿siete meses?
Asentí despacio, mortalmente pálida. Luego, poco a poco, alentada por la amable expresión de aquella mujer, le relaté todo, sin ocultar nada. He de decir que algo nubló la mirada cariñosa y comprensiva de la doctora a medida que fui revelándole los detalles de lo que me había pasado. Seguramente dedujo que yo estaba loca, o bajo una terrible presión, pero se guardó de decirlo en voz alta. Y yo lo agradecí… ¡no sabes cuánto!
—¿Dices que esta mañana no estabas embarazada? ¿Que nunca lo habías estado?
—Se metió dentro de mí… esa cosa… ¡me ha invadido! Por favor, tiene que creerme, ¡tiene que ayudarme! No sé, podría hacer una prueba genética, ¡y verá que ese monstruo no es mío!
La doctora Brannagh guardó silencio. Se levantó, me tomó el pulso, la temperatura, la tensión, me auscultó… Verla moverse por el despacho de forma profesional, atendiéndome sin juzgarme, tratándome con delicadeza, hizo que me tranquilizara. El monstruo se revolvía dentro de mí, y la doctora debió ver cómo luchaba en cuanto me descubrió la barriga, a tiempo, porque en cuanto aquel «ser del averno» intuyó lo que pasaba, se quedó quieto.
—Sara —me dijo en voz baja—… Sabes que lo que pretendes hacer es ilegal, ¿eres consciente?
—Pero, entonces… ¿no va a ayudarme?
—No —sacudió la cabeza y me puso el gel para poder monitorear al «feto» mientras hablaba—… Sin duda debes de estar bajo una presión tremenda, pero estás de siete meses, es muy arriesgado y no veo por qué…
—Hágame caso, por favor, tiene que creerme…
—Sssschhhh… Silencio ahora…
Entonces el monstruo apareció en la pantalla, tan claro y perfecto que resultaba espeluznante. Verlo dentro de mí. La doctora le pilló con aquellos ojos negros abiertos, y te juro que sus pupilas refulgían como dos ascuas encendidas, dos brasas candentes… Fue un instante, pero suficiente para ella.
Se quedó helada, con la vista fija en la pantalla. Por supuesto, el aparato lo estaba grabando todo, así que echó atrás la grabación y buscó el momento en que aquella cosa nos miraba. Detuvo la imagen en un fotograma estático en el que destacaban aquellos dos puntos rojos, dos ojos infernales que no eran de este mundo. Cambió de idea al instante. No hizo más preguntas. Lo preparó todo enseguida para una intervención.
—Te haré una cesárea. No te preocupes, tengo un pequeño quirófano con todo lo necesario aquí mismo. Y Sara… cuando salgas, lo harás sin «eso»…
—¿Y qué haremos con él cuando esté fuera? —me inquietaba mucho esa parte del asunto. Quería acabar con él, fuera lo que fuera.
—No lo sé. Por ahora, centrémonos en extraerlo. ¿Estás lista?
Se me escapó una risotada histérica, y la doctora sonrió.
Me hizo desnudarme, me puso una bata de esas de hospital, y me obligó a tumbarme en una
camilla acolchada en una especie de quirófano perfectamente equipado, desde luego. La doctora Brannagh no era una carnicera, era una profesional, y la amiga de mi hermana me había hablado muy bien de ella. Por eso me dejé hacer, segura de que me ayudaría. Me anestesió, y me explicó que me haría una cesárea. Cuando despertara, el horrible ser estaría fuera de mí…
¿Y ya está? te preguntarás. Ojalá… Pero no.
En algún momento… no sé cuánto tiempo después, desperté. Estaba muy cansada y confusa, pero vi claramente a la doctora sentada a mi lado, mirándome con expresión cauta y acongojada. Parpadeé, y un vago sentimiento de temor me asaltó. Algo había ido mal. Miré mi vientre, abultado como antes. No alcanzaba a comprobarlo, pero sabía que una larga cicatriz cruzaba mi piel en el bajo vientre, un corte eficaz ahora suturado y cerrado. Y sentí que la cosa seguía dentro de mí.
—No he podido sacarlo —me anunció la doctora Brannagh. Algunas lágrimas se derramaron de sus ojos oscuros mientras hablaba. Me cogió la mano y la besó con cariño—. Lo siento, pero no he podido… Corría riesgo de matarte si lo hacía, se ha resistido, y es muy fuerte…
—¿…qué?
—…el… bebé… lo que sea… te estaba ocasionando graves daños internos al tratar de impedir que yo lo extrajera, y he tenido que dejarlo donde estaba…
—Pero no puede dejarlo ahí, ¡no me importan los daños! ¡Sáquelo!
—No puedo…
Entonces alargó la mano hacia un espejo giratorio que tenía a su lado y lo colocó de manera que pudiera ver mi bajo vientre. Allí, lacerando mi piel, había marcas de arañazos y la piel estaba desgarrada y tumefacta, aunque ella había hecho un gran trabajo y la había suturado recomponiendo el destrozo.
—Aún no te duele por la anestesia, pero lo vas a pasar muy mal, Sara. Te quedarán unas horribles marcas de por vida. Lo siento…
—Pero, ¿qué se supone que voy a hacer? ¿Dejar que nazca? ¿Y si no es eso lo que pretende? ¿Y si es de verdad un «parásito» y sólo quiere alimentarse de mí?
La doctora se encogió de hombros.
—Sáquelo. Doctora, vuelva a dormirme y sáquelo, aunque me mate en el proceso. Firmaré lo que haga falta, ¡pero no lo quiero dentro de mí! —afirmé con toda la firmeza que pude—. No se lo estoy pidiendo, se lo estoy exigiendo.
—Pero Sara…
—Sáquelo… Por favor… Ahora.
La doctora dudó, apartó la vista un instante, y vaciló. Para ella era todo un dilema moral lo que le pedía, y yo estaba segura de que acabaría triunfando la razón en su mente y en su corazón, porque había «visto» la realidad. No iba a dejarme en la estacada, con aquel «ser» repulsivo en mi interior. ¿Verdad? Pero me equivoqué.
—Lo lamento, no puedo hacerlo. Morirías con toda probabilidad.
Hubo un silencio entre nosotras dos. Había llegado hasta allí, e iba a perder… La «cosa» iba a ganar. ¿Te lo puedes creer?
—Es mi deseo, firmaré lo que sea, pero hágalo, por favor… No querrá cargar con esto sobre su conciencia, a que no…
En ese momento la cosa se movió y las dos pudimos apreciarlo claramente. Catherine Brannagh se levantó, desapareció un momento en su despacho, y regresó con una carpeta.
—Firma este consentimiento —me ordenó. Y me tendió un bolígrafo.
Yo sonreí triunfal. Y firmé.
Entonces la doctora me miró a los ojos. Había algo en ellos que me asustó. Las cosas no iban a ser como yo esperaba.
—No puedo anestesiarte de nuevo. Te necesito despierta, porque vas a tener que ayudarme, o fracasaré como la primera vez.
—¿qué…? ¿Despierta?
—No te voy a mentir, el dolor será… insoportable, pero aún hay algo de anestésico en tu organismo y eso menguará tu sufrimiento.
—¿Y qué necesita que haga…? —lo reconozco, estaba asustada, tanto, que creía que iba a desmayarme.
—Abriré tu vientre y cuando trate de sacar al… «feto», tendrás que ayudarme, y tirar de él a la vez que yo. Sujetarle como puedas… Te lo advierto, es muy fuerte, y es probable que no podamos hacer nada, ni siquiera entre las dos. En tal caso, con toda seguridad, morirás.
Esperé un instante antes de responder.
—Sara, ¿estás conforme?
—Sí.
La doctora suspiró. Su cabello, sedoso y castaño, brillaba bajo la luz del quirófano, cuidadosamente peinado hacia atrás. Tenía la bata manchada de sangre, mi sangre… Se levantó, se lavó las manos, se puso unos guantes limpios, y dispuso sus instrumentos quirúrgicos en una bandejita a su lado.
—Voy a cortar las suturas, procura estar muy quieta hasta que yo te lo diga.
Cogí aire y cerré los ojos… A continuación sentí el acero afilado del bisturí cortando los puntos de sutura que sujetaban los bordes macilentos de mis heridas, aunque he de decirte que no me dolió demasiado… Todo cambió cuando abrió la herida lo suficiente como para introducir por ella una especie de fórceps y mantenerla abierta. Un relámpago laceró mis entrañas y aullé de dolor. Mientras la doctora me pedía que me calmara, vi, espeluznada, cómo metía las manos en mí, y hurgaba buscando al «parásito», que ahora, sabiéndose en peligro, se revolvía frenéticamente en mi interior. Me mareé. La sangre lo llenaba todo, y salpicaba la cara descompuesta de la doctora, cuyas maniobras desesperadas para extraer de mí al invasor eran frenéticas.
—¡Ahora Sara! ¡Ayúdame! —aulló tirando de aquella abominación con todas sus fuerzas.
No sé cómo lo hice, ni de dónde saqué fuerzas y entereza para ayudarla, pero me incorporé todo lo que pude y estiré mis manos hacia la abertura en mi vientre. Vi que las manos de Brannagh sujetaban la cabeza del feto, y que éste gruñía y se retorcía como una anguila, mientras sus manos la arañaban a ella y a mí. Tenía unas uñas diminutas y muy afiladas capaces de cortar la carne, y con sus pies se sujetaba a mis entrañas, tirando hacia atrás para regresar a mi interior. Quise aferrarlo para impedirle forcejear, pero no imaginas cómo se revolvía, la fuerza que tenía… Yo tenía que ver mi propio cuerpo abierto, la sangre, la carne desgarrada… Era dantesco, espantoso… Pero supongo que el instinto de supervivencia es más fuerte que cualquier otra cosa. Al fin pude agarrar sus piernas, y al hacerlo, el «parásito» vio menguada su capacidad para resistirse. La doctora maniobró enseguida para hacer que me soltara…
Las dos chillamos por verlo fuera, y yo me desmayé.
¿Aún estás ahí?
Está bien, te daré unos instantes… Créeme, a mí también me está costando contarte esto, y he procurado abreviar, y no recrearme en los detalles más morbosos…
¿Aún no me crees? Supongo que es normal, pero deja que acabe mi historia.
No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, pero cuando desperté, era de día, y estaba acostada en una cama de hospital, aunque seguía en la consulta de la doctora Brannagh. Abrí los ojos y parpadeé. Me molestaba la luz radiante del día de Noche Buena, que entraba a raudales por la ventana. Miré alrededor. Estaba en una estancia acogedora de paredes color lavanda, cubierta por una sábana limpia y suave. Enseguida recordé lo ocurrido, y levanté la sábana para revisar mi vientre. Aún estaba hinchado, muy hinchado. Los vendajes tapaban mis heridas… pero no podían ocultar lo que ahora se hacía evidente. «Aquello» continuaba dentro de mí. Entonces empecé a llorar, no te imaginas de qué modo…
¡El parásito aún estaba en mí! Me miré los brazos. En el derecho una vía permitía que un líquido procedente de un gotero penetrara en mí, vía intravenosa. No me dolía nada, luego debía de ser algún calmante.
—¿Sara?
La doctora Brannagh se asomó por la puerta. Al verme despierta, sonrió, y la abrió del todo.
—No quería despertarte… Debes de estar agotada…
—Oh, doctora, ¿por qué… ¿Qué ha pasado, estaba casi fuera…
Y me deshice en lágrimas. Ella se acercó y me abrazó con cariño y cuidado. Luego, cuando me calmé, se sentó sobre el colchón, a mi lado, y me observó en silencio. Noté que evitaba mirar mi abultada barriga.
—Has sido muy valiente —dijo al cabo de un rato.
—No… ¿Cómo es posible…? ¿Está…
—¿…vivo? —inquirió arqueando las cejas. Luego desvió la vista y dudó antes de contestar—. Sí.
—Y… ¿por qué sigue ahí?
—Te desmayaste, y no pude con él… Se retorció…
Me mostró sus antebrazos, llenos de marcas de mordiscos, de arañazos y cardenales.
—No he podido con él —murmuró la doctora.
—Pero hay que matarlo —sentencié.
—Lo sé.
—¿Pero?
—No he sido capaz… No puedo, Sara… En el proceso morirías tú.
—Yo lo haré —rugí con seguridad—. No permitiré que siga dentro de mí…
—Sara, Sara… No. Por ahora, será mejor que descanses, ¿no te parece? Tengo buenas noticias, los daños no han sido tan graves como me temía en un principio, y no tardarás en recuperarte, pero necesitarás unos días de descanso. Después, te lo prometo, buscaremos una solución.
—¿Y mientras tanto esa cosa seguirá en mí?
—No veo cómo podría… Sea lo que sea, es un bebé, y como tal, te necesita para sobrevivir. Eso nos da algo de margen…
—Se está alimentando de mí… —sugerí asqueada.
—Me temo que sí.
—Genial, morirá de hambre. Si yo no como, morirá.
—¡Y tú también!
—…es un parásito… Habrá un modo de matarlo y que mi cuerpo lo expulse, ¿no?
—No veo cómo sin acabar contigo.
—¿No puedes fumigarlo, gasearlo, o darle algo que lo mate?
La doctora Brannagh asintió pensativa.
—Estoy en ello. Por ahora descansa, se me ocurrirá algo, Sara. Cariño, te pondrás bien, ¿de acuerdo?
Yo no me sentía bien. Nada bien. Me sentía como un banco de alimentos. Sabiendo que aquella «abominación» continuaba con vida, dentro de mí… Sólo cuando supiera que estaba muerta podría respirar tranquila.
Dejé que la doctora se marchara, y estuve pensando un rato. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo lo tuve claro. No podía esperar. Por eso, al anochecer, cuando la doctora vino a traerme la cena y me informó de que estaría durmiendo en una habitación junto a la mía, por si necesitaba algo, tomé una decisión. Esperé a que se hiciera totalmente de noche, y cuando todo estuvo en silencio, me levanté.
Dios… parecía que mi vientre iba abrirse de lado a lado y que mis entrañas se desparramarían por el suelo… Me puse en pie y contuve un gemido. No me quité el gotero, iba a necesitarlo. Me asomé fuera de la habitación. Ésta daba a un pasillo corto y cuadrado que comunicaba con la sala del quirófano, la consulta de la doctora y dos estancias más. En una dormía la ginecóloga.
Me moví con cuidado, en absoluto silencio. Recordé entonces que era Noche Buena. Mi familia debía de estar buscándome, se habrían llevado un susto de muerte al ver que no aparecía y que nadie sabía dónde estaba… ¿Cómo iba a explicarles lo que estaba ocurriendo…? Imposible… Di unos pasos y escogí la puerta del quirófano. La abrí con cautela, y me asomé. Todo estaba limpio e impecable. No había rastro de sangre, y la camilla metálica estaba impoluta. Vi los instrumentos quirúrgicos esterilizados y dispuestos en una bandeja.
Sabía lo que tenía que hacer, y no me importaba morir. Siempre que «él» también muriera. Cerré la puerta y me subí a la mesa camilla. Coloqué el gran espejo giratorio de manera que pudiera ver lo que hacía, encendí las potentes luces, y me quité la bata. Estaba completamente desnuda, y ahora podía ver las vendas que cubrían la parte baja de mi vientre abultado. Respiré tan despacio como pude para no alertar al «engendro». El calmante que aún penetraba en mi organismo ayudaba… Recuerda que aún llevaba el gotero conmigo. Fui quitando las vendas, hasta dejar a la vista la horrible cicatriz de la cesárea. Acerqué la bandeja con el instrumental, y escogí un bisturí entre otros artilugios. Aquella especie de fórceps estaba también allí. Oh Dios…
—Hazlo ahora, Sara, hazlo…
Cogí el bisturí y fui cortando los puntos de sutura, abriendo de nuevo la herida. Luego, mirando en el espejo, introduje la mano en mi interior… y…. oh… no voy a describírtelo… Estuve a punto de desmayarme… Iba a ciegas, sin tener ni idea de lo que hacía… Pero me obligué a buscar… Encontré otra línea de sutura, y tuve que cortarla… No sé cuánto tardé, la sangre salía a borbotones, no tenía mucho tiempo… Entonces sentí algo frío y duro que supe que no formaba parte de mí. Lo agarré con decisión y… ¡tiré con todas mis fuerzas! El «parásito» debía de estar durmiendo, ¡porque no se resistió! Lo saqué con asombrosa facilidad, y lo arrojé contra la pared. Se oyó un chasquido y un gruñido animal. Luego llamé a la doctora, a gritos, histérica, mientras sentía que me desmayaba…
La doctora Brannagh acudió de inmediato, y enseguida se hizo cargo de la situación.
—Pero criatura… ¿qué has hecho… —murmuró horrorizada.
—Está fuera, dese prisa, está fuera…
Y ella se ocupó de mí.
Y ahora te preguntarás… ¿qué fue del «parásito»?
Y la respuesta es… no lo sé. La ginecóloga no se ocupó de él, sino de mí, para salvarme la vida. Rehizo el desaguisado que yo había organizado en mi interior, me cosió, y logró estabilizarme, milagrosamente… Sobreviví. Pero cuando desperté, después de muchos días, lo hice en el hospital Bennington, con mi familia alrededor, cuidándome solícitamente. Pregunté por la doctora, pero ninguno supo darme razón de ella, ni de lo que había pasado.
Tuve que responder muchas preguntas, y mentí. Por mí, y por encubrir a la mujer que me había salvado la vida. Oficialmente, yo nunca había estado embarazada, y mi caso era un extraño asunto, anormal y atípico, que nadie hubiera podido explicar. En el hospital Saint Joseph, donde me atendieron cuando acudí asegurando que un «parásito» me había invadido, no constaba mi ingreso, y el doctor que me atendió había desaparecido. La doctora Brannagh también había desaparecido…
Lo peor de todo, el «parásito», también.
Siempre he sido de esas personas a las que no les gusta ver películas de miedo, ni leer libros de terror, o hablar de sucesos sobrenaturales… La verdad, soy demasiado aprensiva con «esas cosas». Me aterra pasar por un callejón oscuro o quedarme sola en un parking subterráneo, y sí, me da miedo la oscuridad. Por eso evito todo lo que espolea mi imaginación hacia cierta clase de pensamientos. Desde luego, eludo las callejas tétricas, y jamás aparco mi coche en lugares que a determinadas horas se quedan desiertos, y, en general, procuro hacer como si el «mal» no existiera. «Ojos que no ven, corazón que no siente», ¿no?
Y ahora… sobre todo cuando llegan las navidades, procuro no acercarme a las tiendas, no salgo de casa, y… si oigo llorar o gemir… En fin. No puedes culparme por eso.