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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «Lula»


Laura odiaba correr bajo la lluvia, la humedad en los zapatos y el viento revolviendo su abrigo, pero llegaba tarde al café «Los Encuentros», y tenía miedo de perder su oportunidad. Porque no tener un piso donde dormir, como estudiante en una ciudad que le era extraña... suponía un duro futuro. Agotadas todas las posibilidades de alquilar a buen precio, no podía contemplar la posibilidad de renunciar y volver a casa. Por eso apretó los labios y chapoteó sobre los charcos que cubrían la gastada calzada de aquella calle silenciosa.

La cafetería se abría a los clientes al comienzo de una empinada cuesta de un barrio marginal, sin embargo su fachada estaba cuidada, su escaparate era grande y bonito, y su letrero llamativo invitaba a entrar. Laura alcanzó la entrada, se sacudió la lluvia del abrigo, y empujó la pesada puerta de madera antigua, deslizándose al interior.

Lo primero que invadió sus sentidos fue el aroma del café, que lo llenaba todo. Estaba helada, y de pronto deseó tener entre sus manos una taza caliente, y aspirar su olor lentamente… Lo segundo que sintió fue el calor. Se quitó el abrigo y suspiró, con las mejillas sonrojadas a causa del cambio de temperatura. Miró alrededor, hacia la barra, donde tres o cuatro personas charlaban ajenos a su llegada. Luego desvió su atención hacia las mesas que ocupaban el espacioso local.

Vio a la persona que buscaba enseguida, sentada en un rincón discreto, con un impermeable rojo y una cabellera larga y rubia cayendo suelta sobre sus hombros. Sin duda se trataba de ella, Sheila. Era joven y sofisticada, lo que le dio buena impresión. Necesitaba sentir confianza, porque lo que iba a hacer no era legal.

En cuanto se acercó a ella, Sheila se levantó a medias y le tendió la mano con una agradable sonrisa.

–Hola, ¿Laura?

–Sí, llego algo tarde, perdona…

–No te preocupes, acabo de llegar hace nada, ¡así que estamos en paz! –Sheila se rió, y sus espléndidos ojos azules decían «confía en mí...»–. Siéntate, ¿qué quieres, un café?

–Sí, un café estará genial, gracias –Laura lo saboreaba ya. Inspiró profundamente, anticipando el placer que sentiría al tomarlo–… Qué tranquila me he quedado al verte… No esperaba a alguien con tu aspecto, ya me perdonarás, pero lo del «piso ocupa» suena un tanto mal, y estaba nerviosísima pensando qué iba a encontrarme.

–Supongo que es normal… Pero espera, el camarero…

En efecto, un chico se acercaba ya a la mesa que ocupaban las dos muchachas. Se detuvo junto a Laura, que se encogía azorada en su silla, y las atendió diligentemente. Cuando se retiró, las dos guardaron silencio. Hasta que hubo regresado y servido los dos cafés, no retomaron la conversación.

–Sé que es difícil hablar de esto, Laura, pero mira, no tienes que preocuparte tanto –Sheila adoptó un tono amigable y seguro–… Esto es más fácil de lo que pueda parecer, en serio…

–…pero… es ilegal, me da miedo que aparezca cualquier día la policía y empiecen a hacer preguntas. Me moriría de vergüenza y… también me asusta que los dueños del piso puedan aparecer, en fin…

–Oye, si estás aquí es porque tienes necesidad, y yo estoy para ayudar. Me gusta pensar que soy una especie de hada madrina, ¿sabes? Mira, los pisos que ocupamos siempre son de nueva construcción, pisos que llevan vacíos años, sin que nadie se preocupe de ellos, y que si no fuera por nosotros, se pudrirían por falta de uso, o peor, serían ocupados por cualquiera, lo cual podría ser un verdadero desastre… En realidad les hacemos un favor a las promotoras que los construyeron. Gracias a nuestros inquilinos, que siempre son gente honesta, como tú, mantenemos sus pisos en buen estado. Ellos lo saben, y no dicen nada, porque les conviene. Nunca hemos tenido el menor problema, y la policía no se preocupa de esto, puedes estar segura.

–Hablas de «nosotros», ¿quiénes sois?

–Eso no tienes por qué saberlo, Laura.

Ella la observó dubitativa durante un momento. No podía evitar sentirse tan nerviosa… Luego desvió la mirada hacia el escaparate. La lluvia golpeaba el cristal con fuerza. No quería tener que seguir buscando… No quería tener que volver a casa y ocupar su antiguo dormitorio...

–… ¿y cuánto me supondría? Es decir, yo no puedo permitirme pagar un alquiler…

–Pero esto no es un alquiler convencional. Tú pagas una cantidad única y el piso es tuyo. Yo te doy las llaves, y te puedes ir o quedarte, a tu antojo.

–¿De cuánto estaríamos hablando?

–1000€.

–1000... Me dijeron menos…

–Son 1000. Laura, ¿sabes cuánto tendrías que pagar sólo por la fianza del pisucho más miserable de esta ciudad? Son tres meses por adelantado, echa cuentas. 1000 euros, una sola vez. Luego nada.

Era cierto. Llevaba meses buscando desesperadamente. Se recordó, aturdida, que aquella noche, si no aceptaba, tendría que coger el primer tren. ¿De verdad podía hacerlo? Cogió el móvil y empezó a hacer cuentas…

–…está bien –concluyó al fin–. 1000 me parece bien, ¿cuándo pagaría?

–Ahora. Tú pagas, yo te entrego las llaves y esta misma noche ya tienes dónde dormir –sonrió–. Pero… en este caso –su sonrisa se ensanchó aún más–, serían sólo 700, porque ya hay una chica en el piso, una compañera. Así no estarás sola. ¿Te parecería bien?

–¿Una chica?

–Se llama Lula, de tu misma edad, una estudiante, muy simpática, aunque bastante tímida, si te digo la verdad.

–No, no, no pasa nada… Casi mejor así, me daba palo estar sola, así que…

–Entonces tenemos un trato.

Sheila extendió la mano y Laura se la estrechó, asombrada de lo fácil que estaba resultando todo. Mientras se repetía que aquella era la mejor opción que tenía, sacó un sobre, contó el dinero, lo único que tenía, apartó lo que necesitaba y se lo entregó. Sheila lo cogió, sonrió, y le entregó las llaves.

–Ten, la dirección. No tiene perdida, está algo apartado, pero es una zona tranquila.

–Gracias Sheila… No sabes lo que esto supone para mí…

Laura no quería pedir ayuda a su familia. Se dijo que sólo necesitaba una oportunidad para empezar de nuevo.

El piso estaba en un bloque de edificios nuevo, construido en un conjunto de solares muertos al sur de la ciudad, en una zona de descampados. La mayoría de los edificios estaban vacíos, aún sin ocupar, lo que hacía que aquello pareciera un barrio fantasma; no había casi coches, ni aparcados, ni circulando, ni se veían peatones, ni locales abiertos… Laura miró los altos edificios, como mudas torres sin vida, y suspiró. El cielo gris y la lluvia, sólo contribuían a aumentar aquella impresión de aislamiento, de soledad, que empezaba a sentir.

Cuando por fin llegó a la que iba a ser su casa temporalmente, como «ocupa»… se estremeció. Hacía un frío mortal, y llegaba con sus escasas pertenencias a cuestas, desesperada por descansar. Al fin abrió el portal y subió a la quinta planta. Antes de entrar, se quedó unos instantes en el descansillo, repitiéndose que aquella no era una opción permanente. Se quedaría hasta que encontrara otra opción más razonable. Entonces podría alquilar como todo el mundo, y volver al redil…

Cuando reunió el valor… e introdujo la llave que Sheila le había dado en la cerradura, algo en su interior se agitó, como un mal presentimiento. Abrió la puerta despacio, y se asomó, saludando tímidamente. Dentro del piso todo estaba en silencio, sumido en una suave penumbra. Escuchó, pero sólo se oía la lluvia repiqueteando en las ventanas. Tal vez su compañera de piso, Lula, no estaba, así que abrió del todo y entró. Dio unos pasos hacia el interior, soltó la puerta, y ésta se cerró a su espalda con un suave chasquido. Se sobresaltó, pero después sonrió. Estaba demasiado excitada…

El piso era grande y bonito, muy moderno. Contaba con algunos muebles, y parecía limpio y recogido.

–¿Hola?

Soltó su equipaje en el suelo y dejó el móvil sobre una mesita que había a su izquierda.

–¿Hola? ¿Lula?

Avanzó despacio, y fue recorriendo las diferentes estancias, la cocina, el salón, muy amplio… En la última habitación se detuvo, paralizada por el desconcierto.

Su compañera de piso, si es que era ella, estaba allí, a oscuras, encogida sobre sí misma y aparentemente ausente. Laura entrecerró los ojos. No podía ver su cara, porque una larga melena, negra y enmarañada, la cubría por completo, como una cortina antinatural. Parecía más una aparición que una persona…

–¿Hola?

La extraña joven no contestó. Se balanceaba adelante y atrás, rodeando con los brazos sus rodillas. Por lo que parecía iba descalza, y cubría su cuerpo delgado con un camisón largo.

–Hola… ¿Lula?

–Lula –la chica repitió su nombre con una voz ronca y profunda que chocó a Laura, sobrecogiéndola. No cambió su repetitivo movimiento.

La joven dio unos pasos hacia ella, tratando de verla mejor. Estaba a punto de llamar a Sheila, segura de que aquello no era normal.

–Lula, soy Laura, tu nueva compañera de piso –dijo con voz suave–… «si es que se puede decir así…» –murmuró después.

–Hola Laura –al fin Lula levantó el rostro, y a Laura se le encogió el estómago… porque en aquel semblante había algo inhumano, como de otro mundo–… Me gusta que hayas venido.

Asustada, Laura se volvió hacia el pasillo, pensando en marcharse. Desde donde estaba podía ver la puerta de entrada… Entonces palideció. Aquella puerta no tenía manilla por dentro. Pero, ¿por qué? ¿No podía salir? Se volvió de nuevo hacia Lula.

–¿Vas a quedarte mucho tiempo? Hace mucho que estoy solita… Lula solita… ¿Quieres ser mi amiga?

Aquella criatura horrible hablaba ahora como una niña pequeña, y Laura empezó a pensar que estaba loca. Luego, mirándola bien, se preguntó si no estaría drogada.

–…no lo sé, Lula –dijo con una torpe cautela instintiva–, espero encontrar pronto un trabajo, así que supongo que me iré pronto…

Entonces, súbitamente, Lula se levantó, tan rápido que apenas la vio cambiar de posición, y pasó a su lado corriendo velozmente. Laura se giró y dio un chillido, pero aquella loca ni siquiera la oyó. Se movía a una velocidad pasmosa, teniendo en cuenta su anterior actitud. Se alejó y después regresó dando saltitos mientras emitía suaves gorgojeos. La cogió de las manos y la hizo moverse en círculos. Luego la soltó, y de pronto se fue a la entrada y cogió el móvil que ella había dejado sobre la mesita. Una risa inhumana brotó de su garganta mientras correteaba por toda la casa con él en la mano.

–¡Eh! ¡Devuélvemelo! –Laura estaba muy pálida–. ¡Lula!

La joven no le hizo caso y se guardó el dispositivo mientras una sonrisa lobuna torcía su semblante. Era espeluznante, y en la penumbra del piso semejaba una visión fantasmal que a ella le hizo temblar. Se la quedó mirando, hechizada por su aspecto sobrenatural. Lula se detuvo. Ya no sonreía, sus ojos, oscuros y muy brillantes, la miraban amenazadoramente desde el fondo del pasillo.

–Lula, por favor…

Pero la muchacha, que no debía tener más de quince o dieciséis años, desvió aquella mirada enfermiza, y de pronto desapareció de su vista. Laura corrió, y la encontró acuclillada en el sofá del salón, de nuevo balanceándose, como una demente.

–Seremos amigas, ya verás…

–¿Puedes dejarme mi móvil? Lula, necesito hacer una llamada, por favor…

–No. Ahora el móvil es mío.

¿Qué significaba aquello? Tenía que llamar a Sheila, para que solucionara una situación que por momentos se estaba volviendo dramática.

–…a veces como «personitas» –dijo de pronto Lula, y se relamió–… Están muy ricas, me las como, me gusta mucho comer «personitas». ¿A ti te gusta?

Laura abrió la boca y la cerró, pálida, sin saber qué hacer. Un reguero de adrenalina recorrió sus venas. El pánico se abría paso en su interior. Casi podía oler el peligro, como un ciervo que ventea la presencia de un depredador en el entorno. Tenía las pupilas dilatadas, y respiraba aceleradamente.

–…Por favor –intentó de nuevo, aunque ahora con un hilo de voz–, devuélveme el móvil…

–Creo que lo pasaremos muy bien, ya verás. Es divertido y espero que te quedes mucho tiempo, me caes bien.

–Lula… ¿comes… personas?

–Oh, sí, me he comido muchas «personitas», muchas, ¡no sé ni cuántas! –se rió demencialmente–. Lo que no me gusta lo tiro, pero hay pocas cosas que no me gusten, casi todo me lo como, y soy muy ordenada, lo tengo todo bien guardado en la nevera para que no se estropee, ¿quieres verlo?

–¡No! –Laura estaba perpleja y horrorizada–… Oh Dios…

¿Cuánto pesaría? A pesar de su delgado cuerpo, Lula parecía muy fuerte… La extraña muchacha se levantó entonces, cogió su mano con la suya, que semejaba una garra dura y helada, y la arrastró hasta la nevera de la cocina. La abrió y le mostró llena de orgullo el horror que había dentro, como si llevara mucho tiempo deseando compartirlo con alguien. La nevera estaba repleta de botes de distintos tamaños, todos ellos llenos de vísceras humanas, dedos cortados, narices, orejas... Había tantos restos de personas, troceados y envasados, que la visión resultaba dantesca e irreal...

–Dios…

Laura se desmayó.

Despertó lentamente, dominada por un extraño sopor que enturbiaba su mente. Se oía un ruido de fondo, continuo y suave... Volvió la cabeza y descubrió que continuaba lloviendo, y que aquel sonido lo producía la lluvia en la ventana. Parpadeó confundida. La luz apenas desterraba las sombras del piso. Se encontraba tendida sobre una cama estrecha, en una de las habitaciones. Estaba vestida, y cubierta con una manta. Se quedó muy quieta, al principio desorientada, y permaneció unos minutos como estaba, boca arriba, tomando conciencia de su situación… Entonces los recuerdos acudieron en tropel a su memoria, y su cuerpo entero se encogió de temor. Echó un vistazo alrededor: las paredes estaban manchadas de sangre, y Lula se hallaba en otra cama, a su lado, comiendo de un tarro algo sanguinolento. Su respiración se aceleró, su pulso se disparó, batiendo enloquecidamente en su pecho… Aquella loca sostenía en sus manos un trozo de hígado que sin duda había sacado de la nevera, y se lo llevaba a la boca saboreando pequeños bocados, lamiéndolo con deleite, mientras canturreaba algo ininteligible. Horrorizada, la vio trocearlo con aquellos dedos inusualmente largos, e ir comiéndolo a poquitos… De pronto Lula alzó la vista y clavó en ella aquellos ojos hueros. Como el día anterior, primero la observó muy seria, y después sonrió, con los dientes tintados de sangre... sin que hubiera rastro de humanidad en su semblante demacrado. Aquellos dientes sanguinolentos casi parecían afilados, como los de una alimaña…

–¡Hola amiguita! ¿Quieres? Has dormido mucho, ¡seguro que tienes hambre! Está muy rico, yo me chupo los dedos, ¡Mira! Vamos, ¡come!

Se relamía y se reía tontamente. Laura se incorporó, alejándose cuanto pudo hacia el rincón, hasta que la pared frenó su huida… Se echó a llorar, pero no se atrevía a levantarse para tratar de salir de allí. Entonces Lula abandonó su cama y se sentó a su lado, muy cerca, ofreciéndole un trozo de hígado. Ella volvió el rostro, conteniendo las arcadas que ya agitaban su estómago revuelto.

–…Lula –logró decir dominándose–, ¿y mi móvil? Necesito hacer una llamada, ¿por favor?

–Ya no hay móvil. Lo he roto.

Aquello sacudió su conciencia. Su instinto de supervivencia la impelía a escapar, pero el pánico dominaba su voluntad, manteniéndola clavada a aquella cama. Lula estaba tan próxima que podía oler cierto aroma dulzón en su piel, y apreciar cómo ésta se transparentaba, dejando entrever un reguero de venas azuladas por debajo. Sin duda aquella criatura era inhumana, de otro mundo…

Lula levantó el mentón y se rió. Volvió a su sitio, como si de pronto hubiese perdido todo interés por ella. ¿Qué hacer? Laura soltó un sollozo ahogado, y se llevó una mano temblorosa a la boca, sofocando un desgarrador aullido de angustia. Estaba asustadísima. Tenía que tranquilizarse y actuar con naturalidad. De momento, aquella criatura sobrenatural la trataba como a una amiga, así que tal vez pudiera moverse por el piso de forma normal…

Puso los pies en el suelo, y muy, muy despacio, se levantó y probó a salir de la habitación. Al ver que Lula la dejaba ir, salió de la estancia y avanzó por el pasillo. Miró por encima de su hombro, pero la criatura continuaba en la habitación, aparentemente ausente de todo. Entonces, presa de la histeria, probó todas las ventanas, para ver si podía asomarse y gritar pidiendo ayuda. Pero estaban cerradas. La puerta de entrada, sin manilla ni cerradura… Buscó en los cajones…

Un móvil que no era el suyo apareció al fondo de uno de ellos. Debía de ser de Lula, y estaba cargado. Laura no tenía tiempo para pensar demasiado lo que hacía. Lo cogió, y aunque le temblaban las manos, logró enviar un mensaje…

–¿Qué haces?

Laura soltó el aparato de golpe, arrojándolo de vuelta al cajón donde lo había encontrado. Se pasó una mano trémula por el cabello, mientras se giraba y disimulaba, empujando con el cuerpo el cajón para cerrarlo.

–Nada –aquella demente no parecía haberse dado cuenta de lo que había hecho, así que probó suerte–… Bueno sí, ¡buscaba... mi bolsa! Necesito… necesito cambiarme…

–¡Qué tonta! Está ahí mismo, ¿no la ves? Yo no te la he quitado, soy tu amiga, yo no te la he quitado…

–No, no… Claro que no, Lula… Ya está, ¿lo ves? Ya la tengo… Qué tonta, no la veía…

–No la veías, qué tonta…

–Sí qué tonta…

Pero Lula no apartaba sus ojos sin vida de ella. Laura se movió con cuidado y recogió su bolsa. Trataba de disimular su ansiedad sonriendo, como si así pudiera distraerla para que no adivinara lo que acababa de hacer. ¿Habría logrado enviar su mensaje? Rezó para que así fuera…

–Voy… Voy a cambiarme, Lula…

Entonces regresó a la habitación, se sentó sobre su cama, y abrió su bolsa. Al fondo, entre su ropa interior, estaba su frasco de pastillas para dormir. Lo había olvidado…

–¡Lula! –procuró darle a su voz un tono decidido–. Tengo sed, ¿tú no? –se guardó disimuladamente el frasco en el bolsillo.

Lula apareció enseguida en el umbral de la puerta. Era muy alta, y con aquel camisón blanco, que le llegaba hasta los pies, aún parecía más delgada, sin formas.

–¿Sed? No, tengo hambre… –se quejó, y se llevó la mano sucia de sangre al vientre, manchándose el camisón.

–Seguro, seguro que tienes sed, Lula, tienes que beber, es importante…

–¿Por qué?

–Para hacer mejor la digestión, o te sentará mal la comida…

–Ah…

No parecía sospechar nada. De hecho, entró en la estancia y se acuclilló en su cama, absorta de nuevo en su mundo interior, como si ya no le importara lo que ella hiciera. Alentada por su actitud ausente, Laura se fue a la cocina y llenó un vaso de agua. Sacó las pastillas… De pronto sintió el cuerpo de Lula, frío y rígido, pegado al de ella. ¿Cómo lo hacía? Aparecía y desaparecía como un espectro… Su aliento helado rozó suavemente su nuca, como la caricia de una bestia hambrienta. Laura no dijo nada cuando Lula simplemente la rodeó, le quitó el vaso y se lo bebió, lentamente, sin dejar de mirarla. A continuación le quitó las pastillas, las miró, las echó por el fregadero, y, como si nada hubiera ocurrido, se dirigió a la nevera, dispuesta a empezar a comer de nuevo.

–¡A comer! ¿Quieres?

–No…

–Tienes que comer. Yo bebo, tú comes…

–No, Lula. Yo duermo.

–Pero me aburro…

–Necesito descansar. Dormiré un ratito.

–Ah.

Laura se obligó a salir de allí. Abandonó la cocina, aún sobrecogida. No sabía cómo había ocurrido, pero Lula parecía tener un sexto sentido, y estaba claro que pensaba jugar con ella… Se metió bajo la manta de su cama y fingió dormir. Su única esperanza estaba al fondo del cajón del mueble del salón.


Sentados a una mesa en el café «Los Encuentros», Sheila y un joven de aspecto pulcro compartían un par de cervezas. La chica había quedado con él aquella tarde, igual que lo había hecho con Laura días atrás. Jaime la observó con recelo. Era rubia y atractiva, acababa de ofrecerle el mismo trato que les ofrecía a todos, un piso por 700€, pero él la había rechazado. Meneó la cabeza, visiblemente reacio a aceptar la oferta.

–Pero Jaime, la chica que compartía el piso con Lula se fue hace una semana, así que está disponible desde ya mismo, ¿qué problema hay?

–Que no me gusta compartir, es todo. Y dices que hay otra chica, esa tal Lula, ¿no?

–Sí, pero es muy agradable, joven, simpática, guapa…

–Venga ya –la presionó Jaime–… ¿Por 1000 pavos tengo derecho a estar solo no?

–Ya te he dicho que serían 700, por compartirlo…

–Ni por 500, mira…

–500 es una cantidad ridícula. Después no pagas nada más, 700 es más que justo.

–No. Te pago 350.

–¿Te estás riendo de mí? –Sheila se levantó a medias, enfadada–. Oye, esto no es un juego, joder. Si vas a hacerme perder el tiempo, ya puedes marcharte.

–No me interesa. Métetelo por el culo, guapa.

Sheila se dejó caer en su silla, de golpe, ahora enfurecida. Se limitó a ver cómo Jaime se marchaba. Era la primera vez que rechazaban su oferta, y estaba desconcertada… y preocupada. Cuando el joven hubo salido del café, cogió su móvil e hizo una llamada. Alguien lo cogió, pero sólo se escuchó una respiración entrecortada al otro lado.

–¿Lula? ¿Oye, Lula? Joder… ¿Lula?

No hubo respuesta. Sólo se oía aquella respiración, que ella reconoció bien. Luego la llamada se cortó.

–¡Mierda! Joder… mierda…

Furiosa, se levantó, cogió sus cosas, y se fue del bar, arrojando unas monedas sobre la barra para pagar las cervezas. Su coche no estaba lejos, y el barrio nuevo al que enviaba a sus clientes se hallaba a escasos cinco minutos de allí. Iba a tener que ir para comprobar cómo estaba la situación antes de volver a alquilarlo. Ya no llovía. Abrió la puerta de su pequeño deportivo, y lo arrancó. Estaba frenética…

Cuando Sheila llegó al edificio donde tenía el piso ocupado, se quedó escuchando un momento en la puerta. Todo estaba tranquilo, pero con Lula nunca sabía qué esperar… Abrió la puerta y entró. La encontró llorando en el sofá del salón, encogida, balanceándose… Sin duda llevaba días sin comer.

–¿Lula?

La llamó con voz suave. Se asomó con precaución, y a continuación entró, despacio. La puerta se cerró tras ella.

–¿Lula, qué pasa? Lula, cariño… ¿Estás sola? Te he estado llamando pero no me cogías, y hace ya una semana que te mandé a Laura… ¿Dónde está?

–Me la comí enseguida…

–¿Qué? ¿Por qué?

–Estaba muy rica, me gustaba –Lula se encogió de hombros sin mirarla, aunque, al fin, levantó la cabeza y la encaró. Parecía febril.

–¿Toda?

–¿Toda? Claro, no he dejado nada. ¡Estaba riquisisisisisisíma! No te he dejado nada…

–Lula, ¿Sabes lo que me cuesta conseguirte comida?

–¿No te gusta comer «personitas»? A mí sí… No puedo esperar, no quiero esperar…

–Ya… ¡pues tienes que esperar! ¡Ya me arriesgo mucho por ti! ¿Qué crees que va a pasar si no consigo traer a nadie más? ¿Qué harás entonces? ¡Lula!

Hubo un silencio, y Sheila se acercó a ella con familiaridad. Se sentó a su lado y la abrazó, apartándole con cariño el encrespado pelo negro de la cara.

–Lula… Perdona, sabes que te adoro, pero es que… Me lo pones muy difícil… Ya sabes que no debes comer tan rápido, para eso está la nevera, ¿no?

–Ya lo sé.

–¿Entonces? ¿Sabes lo que me cuesta traerte más comida?

–Mucho, sí.

–Eso es, mucho. No debemos llamar la atención, por eso tienes que racionarte mejor, ¿lo entiendes?

–Pero estaba rica. Muy rica. Y tenía hambre. Aún tengo hambre, hace días que no como…

–¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Qué pasa si no encuentro nada para ti?

–¿Me moriré?

–Eso es, te morirás.

–Pero no quiero morirme, me da miedo morirme…

Sheila la miró con compasión, y entonces se aproximó a ella, la meció entre sus brazos, besó sus cabellos, y suspiró, mientras pensaba, buscando una solución.

–Oye Lula, sabes que te quiero, haría lo que fuera por ti… Veré qué puedo hacer ¿vale?

–Vale.

–Pero la próxima vez te castigaré –dijo en tono severo–. No puedes hacer lo que te venga en gana, Lula. O me obedeces, o te castigaré, y te prometo que esta vez seré muy dura.

–No… Seré buena, lo prometo…

–Está bien…

Sheila se puso en pie, se alisó la falda de su vestido, recogió su bolso, sacó una manilla de él, la encajó en la puerta de entrada y se marchó. Ahora sí estaba preocupada. Jaime se le había escapado, y ahora no sabía cuánto tardaría en encontrar otro inquilino para satisfacer el hambre voraz de Lula.

Ésta se quedó muy quieta, pensativa. Tardó un rato en moverse, y cuando lo hizo, fue para acudir por enésima vez a la nevera. El hambre siempre la enfurecía, dominaba su cuerpo y su mente, subyugando su voluntad. Estaba a su merced… Al ver que los tarros estaban vacíos, soltó un aullido y los tiró de un manotazo al suelo, haciéndolos estallar. El suelo se llenó de cristales rotos, y también de restos de carne, huesos y sangre… Lula los miró con los ojos enrojecidos. Estaba fuera de sí. Frenética, se arrojó al suelo y empezó a lamer las salpicaduras con que lo había ensuciado, a cuatro patas, dando vueltas. Se tiró de los pelos, como un animal, rugiendo, aullando…

Regresar al café por tercera vez aquella semana suponía para Sheila un motivo de estrés. Si su nueva cita fallaba, no sabía qué haría. Tal vez tuviera que tomar nuevas medidas, porque Lula no aguantaría mucho más sin comer. Había quedado con un tal Leandro, un estudiante que se había puesto en contacto con ella por teléfono, interesado en alquilar el piso. Por su voz le había dado la sensación de que le urgía llegar a un acuerdo, y la joven albergaba esperanzas.

Le vio llegar con prisa. Era muy joven, y había algo en su semblante que e resultaba familiar.

–¿Eres Leandro? –Sheila le estrechó la mano con una de sus mejores sonrisas, pero él estaba serio.

–Soy Leandro.

–Siéntate, ¿quieres?

–No, tengo prisa –¿qué significaba aquello? Por teléfono le había parecido interesado y ahora…–. Será mejor que vayamos al grano, si no te importa.

–No, claro. Mejor.

–¿Cuánto pides?

–700. El piso es compartido, normalmente pediría 1000, pero en fin.

–¿Y después?

–¿Después?

–Pedirás alguna mensualidad, ¿no?

–No. Es pago único.

–¿Y como sé que no me estás timando?

Sheila le clavó una mirada atenta. Empezó a sospechar, y de pronto se envaró en su asiento, recelosa.

–Te daría las llaves ahora. No hay trampa.

–¿Y como sé que cuando llegue a la dirección que me des no me encontraré una puerta cerrada?

Sheila sonrió a pesar del creciente malestar que empezaba a dominar su ánimo.

–Si no te interesa, puedes irte y ahí queda todo.

–Me iría, pero recibí un mensaje de mi hermana, Laura… ¿Te acuerdas de Laura?

–¿Qué…? –Sheila se asustó. Claro, ahora entendía por qué le había resultado familiar.

–¿Dónde está? ¿Dónde está mi hermana?

Joder…

–Laura… Laura no acabó de sentirse a gusto y se fue al día siguiente de llegar… Dejó el piso hace ya unas cuantas semanas…

–¡Mientes, zorra! –Jaime se adelantó por encima de la mesa y la cogió por la pechera de su elegante chaqueta, lleno de rabia–. ¿Dónde está?

–No lo sé… No vuelvo a saber de mis clientes, una vez entran en el piso, se van cuando quieren…

–Mentira… me mandó un mensaje de socorro. Estaba asustada, ¿qué le ha pasado?

–¡No lo sé!

–¡Me vas a decir la verdad o te rajo aquí mismo! ¿Me oyes? ¿Sabes lo que me ha costado dar contigo, descubrir que fuiste tú la última persona con la que habló mi hermana, saber a qué te dedicas? ¿Qué sois, una puta mafia?

Sheila miró alrededor buscando ayuda, pero el camarero estaba en la cocina y en ese momento no había otros clientes.

–No… ¡Suéltame!

Se revolvió con fuerza, y de pronto logró zafarse de la mano de hierro del muchacho. Aprovechando su suerte, cogió su bolso y salió corriendo del café sin mirar atrás. Su coche estaba en la puerta, así que lo abrió, se metió dentro de un salto, y arrancó, sacándolo de la acera con un rugido y un fuerte chirrido de neumáticos. Vio que Jaime salía tras ella por el retrovisor, pero no podría alcanzarla…

Cuando llegó al piso, todo estaba a oscuras. Abrió la puerta y caminó por el pasillo de entrada, sigilosamente. Anochecía, y las sombras lo llenaban todo. Sheila se detuvo, atenta a cualquier movimiento. Entonces escuchó unos pies descalzos corriendo, en algún punto indeterminado, y luego nada. Esperó, con el aire contenido, sin saber que podía ocurrir…

No sintió a Lula a su espalda hasta que ya fue tarde. La joven, más alta que ella, apareció de pronto a su lado, muy cerca, y sostenía un enorme cuchillo en la mano. Seguramente estaba hambrienta, y no parecía haberla reconocido. Sheila imaginó que creía sin duda que era otra «personita» para ella. Al parecer no estaba dispuesta a esperar… La oyó sisear suavemente, con los labios pegados a su cabello rubio. Sólo entonces fue consciente de lo peligrosa que era su situación.

La primera cuchillada la sintió en su costado. Cuando se desplomó en el suelo, con un grito sofocado, Lula se dio cuenta de quién era. Retrocedió dudosa, y Sheila la miró con esperanza... pero no. Un velo salvaje acudió a aquellos ojos inhumanos. Se arrodilló a su lado, y mirándola fijamente probó su sangre. Untó los dedos en su herida y los lamió …

–Lula… –gimió Sheila–. Lula, soy yo, Sheila…

–Sheila –Lula la abrazó entonces, y se quedó muy quieta, con la cabeza apoyada en su pecho. Parecía escuchar los latidos de su corazón–… Tengo hambre, Sheila, ¿qué vamos a hacer?

–Lula, buscaremos «personitas». Lula, por favor…

La joven bajó el rostro y dejó que su cabellera negra resbalara, como si así pudiera ocultar la ansiedad voraz que la dominaba. Pero no se detuvo. Empuñó su cuchillo una vez más y lo hundió lentamente en el pecho de su hermana, sin dejar de mirarla a los ojos mientras la vida escapaba de su cuerpo. Había curiosidad en esa mirada. La sangre brotó manchándolo todo, y Lula se agachó, sacó la lengua y la chupeteó, extasiada. Sheila gemía a punto de perder el sentido. La vida se le escapaba velozmente y un frío intenso le agarrotaba los brazos y las piernas...

–Mmmmm… ¡Qué rica! ¡Tengo hambre!

–Lula no, soy tu hermana…

–Me gusta comer «personitas». ¡Estás muy rica! ¡Qué rica!

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