Maite R. Ochotorena
Relato: «El Ascensor»

Un tipo grande había entrado con él en el ascensor. Olía a manzanas maduras y a regaliz, y ocupaba casi todo el espacio con su masa corpulenta y su extraña bolsa negra. Jigger se apretó contra la pared cuanto pudo, mirando de soslayo a su compañero de viaje. Vio que pulsaba el botón de la planta octava. Él iba al noveno. Estiró la mano para marcar en el teclado su destino, pero dejó el dedo suspendido en el aire un instante… No le gustaba nada ese hombre de piel albina, ni su bolsa de cuero, grande y negra. En vez del noveno, escogió el cuarto. Ni el primero ni el séptimo, para disimular. Haría el resto andando. A continuación se echó atrás y se quedó callado, mirando al suelo.
El silencio, en un espacio tan reducido, se vuelve incómodo entre dos extraños. Cuando las puertas del ascensor se cerraron y se pusieron en marcha, Jigger deseó que el tiempo volara, para poder salir de allí cuanto antes. A sus once años de edad tenía demasiada imaginación, y se le ocurrían muchas cosas inquietantes respecto a la bolsa del desconocido.
El zumbido del motor se elevó llenándolo todo, y Jigger se refugió en él. Tenía la mirada concentrada en el suelo. Veía sus propios pies, y también los del hombre. Llevaba sandalias, y sus dedos rosados asomaban como pequeñas longanizas, largas y coronadas por unas uñas amarillentas, mal cortadas.
De pronto sonó un ¡CHACK! y el ascensor se detuvo.
Jigger dio un respingo. No podía ser que hubieran llegado ya al cuarto piso. Miró el indicador. Se habían quedado a medio camino entre el segundo y el tercero. El ascensor se había colgado.
¿Y ahora qué?
—Vaya… Qué mala suerte…
La voz del hombre derribó la barrera que el silencio había establecido entre los dos, la única protección del chico.
No quería hacerlo, pero acabó alzando la cara para ver qué hacía el hombre grande y albino. Se encontró con unos ojos azules fijos en él. Le observaban sin expresión, aunque parecía esperar que fuera él quien hiciera algo al respecto. Jigger se encogió de hombros, se sonrojó, dudó… Luego estiró la mano y pulsó el botón rojo de emergencia.
Nada.
Apretó de nuevo, una, dos veces, tres… Nada.
—Tampoco funciona —musitó el hombre—. Qué extraño…
Entonces algo en su bolsa se agitó, y Jigger se apartó asustado.
—¿Qué llevas ahí?
—Una mascota —sonrió el hombre. Unos horribles dientes puntiagudos asomaron entre sus finos labios rojos—. Me llamo Tom, ¿y tú?
Jigger no contestó. Miraba con ojos desconfiados aquellos dientes, y luego, cómo lo que había en la bolsa se removía. Algo grande, desde luego.
—Parece que vamos a estar aquí un buen rato, estaría bien saber cómo te llamas —insistió Tom.
–Jigger —el chico carraspeó—… Me llamo Jigger.
Tom extendió su mano para que se la estrechara, y él lo hizo… Y fue como estrujar un pescado muerto.
—¿Qué clase de mascota? —preguntó limpiándose con disimulo la mano en el pantalón.
No estaba tranquilo. Aquel hombre albino le intimidaba. Le parecía un lobo sediento de sangre, de hecho, ahora le miraba con cierta ansiedad, e incluso disimulaba para que no se diera cuenta de que le estaba olisqueando.
—¿Quieres verla? —una enorme sonrisa asomó al rostro grueso y pálido de Tom, una sonrisa vacía de expresión, como la de un muñeco articulado. Una sonrisa llena de dientes afilados, pequeños y amarillos, como sus uñas.
—No… Es igual —luego lo pensó mejor—… Aunque, a lo mejor necesita aire, ¿no?
—No creo. No necesita respirar.
Silencio. Jigger estaba muy asustado.
—Pero eso es imposible –barbotó—, no hay ningún animal que no necesite respirar, todos necesitamos respirar, ¿no?
–Oh, pero no es un animal, no al menos uno corriente.
Jigger abrió mucho los ojos. Miraba con recelo la bolsa, que se agitaba y saltaba en el suelo, haciendo que el ascensor se moviera.
–¿Qué es… entonces?
–Está nervioso, supongo que querrá conocerte, mejor te lo enseño —insistió.
—¡No! No la abras, no quiero verlo.
—¿Por qué no? Sé que él quiere… verte…
Algo en el tono ahora meloso del hombre alertó al chico. Vio en sus ojos una muda súplica y un velo de deseo rapaz.
—No… He dicho que no…
—Sólo un vistazo…
—¡Que no!
¡CHACK!
Como si el ascensor hubiera respondido a su desesperación, se puso en marcha, y mientras Jigger se aplastaba contra la pared, mirando aterrorizado la bolsa negra, que cada vez parecía más grande, llegó al cuarto piso. La puerta se abrió, y el chico salió corriendo del ascensor, libre de la opresiva insistencia del hombre. No se giró para ver qué hacía, no quiso saber si abría la bolsa o no, tan sólo se lanzó escaleras arriba y se perdió por el hueco de la escalera.
El hombre albino se quedó muy quieto mientras la puerta del ascensor volvía a cerrarse. La bolsa se sacudió a sus pies.
—Hoy no tendremos cena —musitó a su mascota. Se pasó la lengua por aquella hilera de dientecillos puntiagudos—… Qué pena, parecía jugoso, ¿verdad?