Maite R. Ochotorena
Relato: «Octava Planta»

Al meter la llave en la cerradura me embarga una oleada de emociones, dispares, contradictorias… Estoy a punto de entrar en el que a partir de ahora será mi nuevo hogar. Empujo la puerta, pero no. «Espera, espera un poco más, mantén el suspense…». Así que la sostengo. Sólo un instante, aún quiero quedarme en el ayer unos segundos, aún quiero retener este yo un poco más… Cierro los ojos, inspiro, expiro… «No seas boba, ¿cuánto más vas a esperar?».
Al fin la abro del todo.
Ante mí el flamante piso que acabo de comprar. Os lo presentaré: se llama ciento noventa mil setecientos noventa y cuatro euros y es una séptima planta. «Uuuuufffffff…». Un escalofrío recorre mi espalda y mi mano vacila, con las llaves tintineando entre los dedos. El nombre intimida…
Sin embargo, el vestíbulo, luminoso, amplio, abierto a un gran salón, los suelos de madera noble, las paredes lisas, pintadas de un suave color tierra… me saludan con alegría. El sol lo inunda todo. No hay muebles, pero los habrá.
Sonrío y pienso: «He aquí. Te la has jugado, estás loca por meterte en una hipoteca así, pero ¡ey! ¡Tu propia casa! ¿Te lo puedes creer?»
Y no, no me lo puedo creer.
Doy un paso y ya estoy dentro. Cierro la puerta. Ya. Ahora es definitivo.
Hoy dormiré aquí, pienso estrenarlo, aunque tenga que acostarme sobre el suelo. Sonrío —menos mal que esta tarde me traen el dormitorio—, y recorro la casa despacio, saboreando cada rincón, que huele a promesas, a futuro, a hogar. Al otro lado de los grandes ventanales —me he asegurado de comprar una vivienda lo más luminosa posible—, se ve el parque de la Florida, inmenso y verde, y, más allá, el río discurre describiendo sinuosas curvas hasta perderse detrás de la primera hilera de edificios que limita mi paisaje semi-urbano. Es fantástico.
¡¡Sí!!
He pedido unos días en el trabajo para poder hacer la mudanza e instalarme, así que me permito bajar a la calle, desayunar en una cafetería muy coqueta que hay cerca de mi edificio, y pasear para descubrir todo lo que me ofrece el barrio. Hay que conocer el sitio donde vas a vivir, ¿no? A explorar.
Por la tarde, a eso de las cuatro, llegan los de la mudanza. Pasan dos horas subiendo los muebles en el ascensor y montando mi dormitorio según mis instrucciones. Al fin queda instalado y precioso. Es acogedor, tal y como lo había soñado.
La cocina venía montada de obra, y además ya tiene todos los electrodomésticos porque hice que los instalaran antes de mudarme, así que… ¿Qué más puedo pedir? El resto de las cosas irán llegando entre mañana y el viernes. Tengo la semana libre para ir organizándolo todo.
Había pensado hacer una fiestecita de inauguración con mis amigos, pero como aún me faltan muebles, he pensado aplazar el evento. La haré dentro de dos semanas, cuando ya lo tenga todo, el sábado. Por hoy, para ser mi primer día, tengo bastante. Subo mi equipaje y lo deshago. Voy guardando mi ropa y el resto de mis cosas en el armario y los cajones nuevos. ummmm, huelen a madera, a barniz…
No tengo batería de cocina todavía, ni platos ni cubiertos, ni cazuelas… Por eso, sobre las nueve, llamo por teléfono y encargo algo para cenar a una pizzería que he descubierto esta mañana. Ceno de pie en la cocina. Brindo conmigo misma por esta nueva, y prometedora, etapa de mi vida. Luego recorro el piso una vez más, en calcetines. Ciento treinta y siete metros cuadrados nada menos… dos baños completos, un estudio y dos dormitorios. Al fin acabo en mi habitación, sentada sobre la cama.
¿Qué hacer? No tengo televisión, y aunque es temprano, lo cierto es que estoy cansada. Muchas emociones… Podría leer. Libros, tengo unos cuantos, y eso también me hace feliz. En un santiamén me cambio de ropa y estoy metida en la cama, hundida entre suaves almohadones. Me sumerjo en la lectura de una de mis novelas favoritas. Un clásico: «Jane Eyre».
«Aquel día no fue posible salir de paseo, aunque por la mañana habíamos estado vagando durante una hora entre los desnudos matorrales del bosquecillo; pero desde el almuerzo (la señora Reed almorzaba temprano cuando no tenía invitados) el viento era tan frío, cruzaban unos nubarrones tan negros y caía una llovizna tan fina, que no se podía permanecer al aire libre…»
mmmmm…
Mi cama retumba y se sacude.
Un ruido atronador hace reverberar las paredes de la casa entera. Me incorporo sobresaltada y me quedo quieta, escuchando con asombro. Viene de arriba, del octavo. Me he quedado dormida con el libro sobre el regazo. Miro el reloj. Son las dos de la mañana. ¿Las dos? Alzo la vista hacia el techo. ¡La lámpara se mueve! Mi vecino tiene la música tan alta que me zumban los oídos. Me llevo las manos a las orejas y las tapo. Es peor que estar en una discoteca junto a los baffles, cuando los graves te atraviesan y sacuden tus huesos y tienes que gritar para hacerte oír. «Oh, Dios…». Me levanto y doy unos pasos, incrédula. Enciendo la luz. Luego voy hacia la pared y apoyo la palma de la mano sobre ella. Tiembla. Juro que tiembla… Voy a tener que subir a conocer a mi vecino… o vecina, no sé quién vive en el octavo.
«Mierda… Menudo estreno, con lo bien que había empezado…»
Me arreglo un poco, me pongo un chaquetón por encima para tapar el pijama, y salgo de casa. El rellano está oscuro y frío. A mi espalda el piso sigue retumbando como si estuviera metido entero dentro de ese baffle de discoteca. Soy la única que ocupa la séptima planta, porque sólo hay una vivienda por planta.
Llamo al ascensor. Estoy algo nerviosa. En circunstancias como éstas, no sé qué me puedo encontrar. Espero que este incidente sea algo puntual… Cuando el ascensor llega y se abre la puerta, me meto dentro y me envuelvo en el chaquetón para conservar el calor. Pulso el botón: Octavo. Podía haber subido por la escalera, pero no me apetece. Me estoy cabreando por momentos… Porque vamos a ver, uno puede pasarse alguna vez, por alguna razón especial, pero poner música a semejante volumen a las dos de la madrugada…
El ascensor se detiene y yo ma asomo al rellano. Miro el letrero que indica en qué planta estoy, siempre lo hago instintivamente, no sé por qué… Espera… ¿Noveno? Enciendo la luz por si me he equivocado, pero no, estoy en el noveno. «Sí que estoy dormida…». Vuelvo atrás, y pulso el octavo, esta vez despacio y fijándome bien. La puerta del ascensor se cierra, se oye un click, y una locución grabada con voz femenina anuncia «Bajando…».
Ahora sí.
Se abre la puerta y me asomo de nuevo… No… ¿Séptimo? Miro la puerta de entrada de mi casa. Un gracioso felpudo imposible de confundir reposa en el descansillo. Es mi felpudo, lo escogí entre un montón por ser el único que no había visto en todas partes… ¿Acaso estoy dormida del todo y no sé lo que hago? No puede ser, he pulsado el octavo, estoy segura… «Joder…». Puede que el ascensor esté estropeado. Por si acaso, pruebo de nuevo. Vuelvo a entrar y aprieto el botón donde pone «Octavo» con lentitud, abriendo mucho los ojos… «Subiendo…», canta la voz femenina.
En serio, esto es una pesadilla y voy a despertar en cualquier momento. Miro el letrero que marca la planta en la escalera… ¡Noveno! «Mierda…». Salgo al rellano, esta vez decidida a pasar del ascensor, que evidentemente está estropeado. Muy molesta, empiezo a bajar las escaleras.
«¡Mierda!» ¡Estoy oficialmente dormida! «¿Qué coj…?» ¡Estoy en el séptimo! Subo de nuevo, cuidando de no pasarme una planta… ¡Noveno! No puede ser. Qué pasa, ¿que no hay octavo? Subo y bajo varias veces, asegurándome de que no haya algún acceso que no haya visto, pero no lo hay. Es inútil, no hay manera de llegar al octavo… ¿Se accederá desde otro portal? Sé que suena extraño, pero, ¿qué otra explicación puede haber?
De nuevo en mi casa, el ruido es tan atronador que no me deja opción. No me queda más remedio que vestirme para bajar a la calle. Ahora sí estoy furiosa. Me abrigo bien y bajo. Hace frío, y la noche es oscura y cerrada. El parque se ve como una masa negra y amenazadora, pese a las farolas que iluminan los senderos que lo atraviesan. La calle está desierta. Miro mi portal, el veintisiete. Luego avanzo adelante y atrás, y no hay más portales. Sé que aunque dé la vuelta a la manzana no encontraré otros portales porque lo he comprobado esta mañana. Estas manzanas son así, sólo tiene portales en mi lado de la calle. Entonces cruzo enfrente, a la acera que da paso al parque, y levanto la mirada. Veo luz en mi piso. La ventana de mi habitación es la única que brilla en la oscuridad. Bueno, la mía, y la de las ventanas del octavo, que están todas encendidas. ¿Tal vez están equivocados los letreros de la escalera y donde pone «Noveno» es «Octavo»? ¡Claro! ¡Eso no se me había ocurrido! Cuento los pisos, primero, segundo, tercero… sexto séptimo, octavo… noveno. Cruzo la calle y alcanzo mi portal en un santiamén. De nuevo, cojo el ascensor, y pulso obstinadamente el noveno.
Ahora una sorda inquietud se va asentando en mi fuero interno. «Subiendo…» ¡Clinnn! Se abre la puerta.
Bien, vamos a ver. Salgo, voy a subir las escaleras… No hay más hacia arriba. Así que estoy de verdad en el noveno. Bajo andando, despacio, casi como una anciana, de escalón en escalón, y… «Séptimo».
Esto es de locos. Oigo esa música recorriendo la escalera… ¿La oirán también el resto de los vecinos? ¿Y si toco la puerta del noveno? Estando encima, tienen que oír, «sentir», igual que yo, semejante ruido. Pero son las dos y media de la madrugada. No, no puedo hacer eso.
Voy a llamar a la policía. Marco el 091 y espero sentada en la escalera, entre el noveno y el séptimo. Surrealista.
Me atiende una operadora, y le explico que quiero poner una denuncia por exceso de ruido. Le cuento la situación —no le explico que no encuentro el octavo… Sólo le digo que no me dejan dormir y que no me hacen caso—, y le pido que mande una patrulla para acabar con esta tortura. La operadora me asegura que ya hay una patrulla en camino y que no tardarán más de diez minutos.
Estupendo, ellos lo arreglarán todo.
Me levanto y bajo a mi piso a esperar. Ya ni me molesto en comprobar si al pasar hay o no hay «Octava Planta».
Al cabo de nueve minutos exactos, tocan mi timbre.
—Policía, hemos recibido un aviso por molestias, ¿ha llamado usted?
—Sí, es en el octavo.
—Abra por favor.
Obedezco, y un gusanillo de excitación me sube desde el estómago. Odio tener que avisar a la poli para solucionar esto, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? Mi pecho retumba con el atronador ruido, y empieza a dolerme la cabeza… Dios…
Dos polis uniformados aparecen en el ascensor, y les veo venir a través de la mirilla de mi puerta. Por un instante pienso en lo que ocurrirá si ellos tampoco pueden llegar al octavo. Claro que… por otra parte, me alegraría, así constataría que no estoy loca, ni dormida. Tocan el timbre y les abro. Uno es bastante joven y me sonríe amable. El otro tendrá unos cincuenta y me mira con aire cansado y circunspecto.
—Buenas noches, señorita, hemos recibido un aviso por molestias, ¿es así?
—Sí, ¿no lo oyen? —alzo la vista… Y de pronto siento más que oigo que ya no hay ruido. «Joder…»— Vaya… Ahora ha parado. ¿Será porque venían ustedes?
—No creo que se hayan dado cuenta, hemos aparcado detrás del edificio —el más mayor de los oficiales levanta la vista y espera. Luego me mira y menea la cabeza—. ¿Quiere que subamos a hablar con su vecino?
—Sí, por favor —más bien quiero asegurarme de que logran hablar con él. O, más bien… de que logran llegar al Octavo. ¡Buena suerte!—… Me quedaría más tranquila, no se imaginan el ruido que estaba soportando, ¡si hasta se movían las lámparas!
—Nos hacemos cargo, señorita. Espera aquí —le dice a su compañero—. Ahora vuelvo.
El agente sube por las escaleras. Yo me quedo con la boca abierta, le veo desaparecer, y espero verle regresar confundido…
—¿Ocurre algo, señorita?
—No… Aún no —respondo casi sin aliento.
—Disculpe, ¿se llama?
—Soy Débora, Débora de la Serna.
—Bien, Débora, no se preocupe, estos casos suelen resolverse en cuanto hacemos aparición. ¿Le ha ocurrido más veces?
—No, verá, acabo de mudarme —¿no tardaba mucho su compañero?—. Hoy es mi primera noche aquí…
Pasa el tiempo, y el agente no baja. Empiezo a ponerme nerviosa. El otro —en su chapita de identificación pone Eduardo Ortiz—, coge su radio y habla con la central. Yo no dejo de mirar hacia la escalera, tensa, muy tensa… ¿Le habrá ocurrido algo al agente?
Pero no, pronto oímos sus pies bajando y al poco le vemos aparecer, con el mismo aire serio con el que se fue.
—No me abren, y no se oye nada. Se habrá calmado si sabe que hemos venido, señorita.
—¿Ha estado en el octavo? —pregunto asombrada y descolocada—. ¿Seguro? Es fácil confundirse, no habrá tocado la puerta del noveno…
—No, no. Seguro.
Los dos polis aguardan unos instantes. Luego me miran. Debo de parecer muy alterada, porque intentan tranquilizarme.
—No se preocupe, señorita, estamos haciendo la ronda en este barrio. Si vuelven a molestarla, avísenos y estaremos aquí en cinco minutos.
Saludan y se van en el ascensor.
Yo me quedo helada, sin saber qué pensar. Entonces, como en trance, subo la escalera… La luz del rellano se enciende, y… «Noveno».
«Joder…»
Ahora estoy asustada de verdad.
Bajo corriendo, entro en casa y cierro la puerta con llave. Vuelvo a ponerme el pijama… Cuando me entierro bajo el relleno y me tapo la cabeza, trato de buscar una explicación, pero no la hay. Al menos el ruido ha cesado. El piso vuelve a estar en calma. Me hago un ovillo y cierro los ojos, rezando para que llegue el amanecer sin más sobresaltos.
Todo está en calma, y es de agradecer. A medida que se me va pasando el mal cuerpo, el sueño regresa, y me voy relajando. Un agradable sopor recorre mis venas, hormigueando desde la punta de mis pies hasta la cabeza, como me ocurre siempre que estoy a punto de dormir…
Pero esta noche la suerte no me acompaña…
Un espantoso alarido estalla en la habitación, sobre mi cabeza. Me quedo congelada, con los ojos abiertos en la oscuridad. Al poco, un segundo aullido, más prolongado que el anterior, sacude mi entereza. Porque no puede ser, esto no puede estar pasando. Me destapo y miro alrededor. La habitación está en penumbra, apenas veo el contorno de los muebles. Me incorporo y espero. Arriba, justo encima de mí, oigo pasos, como si alguien arrastrara los pies. Luego se suceden una serie de golpes, como si algo hubiera caído al suelo, tal vez una canica, que rebota y luego rueda… A continuación oigo un murmullo, y de pronto otro alarido, y al instante explota una descarga de música, tan brutal que tengo que taparme los oídos. Mi cama salta sobre el suelo, las paredes vibran, la lámpara baila, e incluso los cristales de mis ventanas se agitan. ¡Temo que vayan a hacerse añicos! Chillo, pero no puedo oír mi propia voz. Levanto los ojos al techo, desesperada… Cojo el móvil y marco de nuevo el 091.
—Policía municipal, ¿en qué puedo ayudarle?
—¡Por favor! —chillo—, ¡Por favor, soy la chica de antes, la de la calle Fuenteciega setenta y siete! ¿Puede mandar a la patrulla?
—Buenas noches señorita De la Serna, ¿está teniendo problemas de nuevo con su vecino?
—¡¿No lo oye?! ¡Casi no la oigo a usted! —aúllo.
—Lo lamento, no oigo nada —se oye un chisporroteo de mala cobertura—… pero enseguida le envío la patrulla.
Cuelgo. No oye nada… ¿en serio? El pecho me va a reventar, me atraviesa el sonido de esa música infernal, y mi cuerpo salta sobre la cama, agitado como si hubiera un terremoto… De pronto la tormenta cesa y todo se posa y queda suspendido en una calma aliviada. Al poco tocan el timbre. Salgo corriendo y abro la puerta. De nuevo los agentes de antes. Ortiz me mira con curiosidad, y el otro policía, Urquijo, me interroga con la mirada.
—Es… Otra vez… En cuanto se van…—me explico.
Urquijo vuelve a subir las escaleras sin mediar palabra.
—Lo siento, es que no imaginan…
—Cálmese señorita, veremos qué se puede hacer.
Oímos claramente cómo Urquijo golpea la puerta del octavo.
—¿Puedo subir? —pregunto a Ortiz. Quiero comprobar que su compañero está en el noveno, y no en el octavo.
—No, quédese aquí, será mejor.
—¿Puede usted subir y asegurarse de que está llamando a la puerta correcta? El Octavo…
Ortiz me mira serio, y al fin sonríe.
—Claro.
Y desaparece escaleras arriba.
Yo me quedo en el rellano, impaciente y frustrada. Me tiembla todo, las manos mucho más… Les oigo gritar «¡Policía! ¡Abran!» y aporrear la puerta. Estoy a punto de subir a ver qué hacen, cuando los oigo regresar.
—Quédese tranquila, señorita De la Serna, no creo que vuelvan a molestarla.
—Pero, ¿han estado en el octavo?
—Seguro —asegura Ortiz—, ¿por qué insiste tanto?
«Porque yo no soy capaz de llegar al puto octavo, por eso…», pienso. Pero me callo.
Cuando los agentes se van, me refugio en mi casa. Ya no quiero dormir, me siento con las rodillas dobladas sobre mi cama y abrazo mis piernas, con la cara enterrada en el hueco que forman mis brazos. Se me escapan las lágrimas, la verdad, porque tengo los nervios destrozados. ¿Cuánto durará esta vez la tregua? ¿Quién vive en el Octavo Fantasma?
Cinco minutos, y oigo golpes, como si alguien estuviera arrojando los muebles al suelo. De hecho, empiezan a arrastrar los muebles de un lado a otro, haciendo chirriar las patas contra el suelo. Luego se escuchan carreras. Pies descalzos, y oigo también risas infantiles. Silencio, uno, dos, tres, cuatro… Más golpes, voces airadas, y de pronto estalla de nuevo la tormenta sonora, el piso tiembla, «joder», ¡debe de temblar el edificio entero! La lámpara del techo se cae encima de mi cama, a mis pies, los cristales de la ventana revientan, y el frío nocturno penetra en mi habitación. Los decibelios son brutales y el sonido vibra sacudiendo mis mandíbulas. No puedo soportarlo, no puedo…
Me visto como puedo y salgo de mi casa, bajo a la calle y cruzo al parque… Allí ya no se oye nada. Me arqueo y vomito, toso, sollozo… Mi cerebro aún trata de recomponerse… Al cabo de un rato, trato de girarme y mirar hacia mi edificio. Veo mi ventana rota y mi habitación tenuemente iluminada. Encima, en el octavo, todas las luces están encendidas, parpadean estrambóticamente. Lo raro es que no oigo nada desde aquí. Lanzo una mirada desesperada al cielo ahora estrellado, y retrocedo por el sendero, buscando un banco. Mi reloj marca las cuatro y cuarto de la madrugada. A mi derecha descubro un banco de madera, y me siento en él. No quiero volver a casa. ¿Qué puedo hacer?
Me recuesto en el banco… Al final me quedo dormida, no sé cómo, pero me duermo. Seguro que ha sido el estrés al que he estado sometida toda la noche.
El resplandor de los primeros rayos de sol del nuevo día cosquillea en mis párpados, y abro los ojos. Estoy tumbada a lo largo de este banco estrecho y muy incómodo. Qué vergüenza, cualquiera que me vea… Me levanto, me estiro… Uffff, me duele todo y estoy aterida de frío… Camino por el sendero de gravilla. El parque ofrece a la luz del nuevo día un aspecto maravilloso y tranquilizador. Hay muchos árboles alrededor, grandes, de rugosos troncos plateados. Las alondras se llaman las unas a las otras, y los gorriones revolotean entre las ramas más altas. Cuando llego a la acera, alzo la vista y compruebo que los cristales de mi ventana están reventados.
Así que no lo he soñado.
Apenas hay coches a estas horas. Son las siete y cuarto. Cruzo la calle y me dirijo al portal. Puedo probar a entrar en casa, asearme, y bajar a desayunar. Iré a la inmobiliaria que me vendió la casa. Quiero respuestas.
El piso está tranquilo. La verdad, se respira una paz… Es maravilloso. Entro en mi habitación, de puntillas, como una ladrona. Pero es que no quiero que la pesadilla empiece de nuevo… Me ducho, cambio de ropa, cojo mi bolso, el móvil, las llaves… y bajo a la calle, a la cafetería donde desayuné ayer. «La Plazita del Revés», se llama. Pido un café y una tostada con mermelada, y me tomo mi tiempo. No abren la inmobiliaria hasta las diez, así que…
Antes de ir a la inmobiliaria, decido comprobar que el octavo sigue sin «estar». Subo en el ascensor… Nada. Intento llegar por las escaleras… Nada. Entre la séptima planta y la novena, no hay nada- Al menos para mí.
Ahora sí. Me dirijo a la oficina de la inmobiliaria, que está a dos manzanas de mi casa. Cuando Ana me ve entrar sonríe y me abraza.
—¡Débora! ¿Qué tal el piso? ¿Estás contenta? ¿Ya te has instalado? —sonríe entusiasmada, pero yo no respondo a esa sonrisa. La miro entre enfadada y preocupada. Entonces ella deja de sonreír y un velo cubre sus ojos almendrados—. ¿Débora, que ocurre?
—¿Quién vive en el octavo?
—¿El octavo? —se extraña ella. Se va al armario donde guarda todos sus ficheros y rebusca en un cajón—. Octavo… Pasa un rato revolviendo entre una serie de fichas, hasta que da con la que nos interesa a las dos—. Aaaaquí… ¿Por qué quieres saberlo?
Le explico solamente que he pasado una noche infernal, y que quiero saber quién es mi vecino y si alguien más se ha quejado de él.
—Pues… Aquí no aparece información, puede que Irene —Irene es su compañera— lo haya vendido o alquilado recientemente, pero me extraña que yo no me haya enterado…
—¿Podemos ir a verlo? —me sorprendo a mí misma. ¿De verdad quiero hacer esto?
—¿Verlo? En fin…. Sí, claro que sí. Espera un segundo, que cojo las llaves. Oye, Débora, de verdad que lo siento, ¿tan malo ha sido? ¿Avisaste a la policía?
Coge las llaves de un cajón, y la verdad, no esperaba que tuviera las llaves de la Octava Planta, esa planta escurridiza que yo no logro pisar. Esperaba que me dijera que no existe, pero no… Mientras insiste en preguntarme los detalles de lo ocurrido, nos dirigimos a la calle. Le doy toda clase de explicaciones, salvo que soy la única que parece incapaz de encontrar la Octava Planta.
Se tarda menos de siete minutos en llegar a mi edificio. Entramos a mi portal y llamamos al ascensor. Lo oímos bajar en silencio, y yo empiezo a descomponerme. ¿Y si hay alguien realmente en esa casa? ¿De verdad quiero enfrentarme a esas personas? ¿Y si en consecuencia me gano enemigos, de esos que te hacen la vida imposible?
Las puertas del ascensor se abren, y entramos en la cabina. Ana pulsa el nueve… Un momento…
—¿Por qué vamos al noveno?
Ana sonríe, mientras que yo, que no comprendo dónde está la gracia… me irrito cada vez más.
—Ya… Perdona, es que este piso es un poco raro. El acceso me refiero. Verás, es que en realidad es un dúplex, pero para entrar, se hace desde el noveno. No hay entrada desde el octavo, ¿entiendes? La escalera del edificio no tiene descansillo en el octavo, sino que sube directamente al noveno. Fue un capricho del constructor, la verdad, algo muy raro y horrible, la gente se queja de tener que subir hasta el noveno para entrar, por eso cuesta tanto venderlo… Raro, ¿verdad?
—Pero en el ascensor hay botón para ir al octavo…
—Por lo visto no hay paneles de ascensor que se salten una planta, así que se quedó así. Vamos, una chapuza, creo yo. Mucha gente sufre confusión cuando pulsa el octavo y de todas todas va al noveno.
Ana se ríe, y yo me quedo boquiabierta… ¿En serio? ¿Eso es todo? No puede ser…
«Subiendo…», canta la odiosa voz grabada. Me tiemblan las piernas mientras los números en el lector digital indican los pisos que vamos superando, segundo, tercero, cuarto… Llegamos al séptimo, mi planta, octavo y… El ascensor al fin se detiene suavemente en el noveno. La puerta se abre. Ana sale muy segura de sí misma. Voy detrás, temblando de pies a cabeza, porque, aunque ahora tenga una explicación para lo del falso octavo… ¿qué pasa con todo lo demás?
«¡Joder! ¡Sí que existe el octavo! ¿En serio? ¡Menuda tomadura de pelo!». Absurdo…
Se me escapa una risita histérica. Menos mal que Ana no la oye. Toca el timbre: no suena. Eso debe de significar que no hay luz. Pero yo vi luz anoche… Saca las llaves, y abre la puerta del misterioso dúplex antes de que pueda arrepentirme. Cojo aire… Ante nuestros ojos aparece el vestíbulo de una vivienda idéntica a la mía. Las persianas están levantadas y la luz del día entra a raudales. La misma distribución… Está vacía. De pronto a Ana le suena el móvil.
—¿Lo ves? —dice ella distraída—. Aquí no vive nadie, ya decía yo…
Ana se vuelve y me guiña un ojo a modo de excusa mientras contesta. La oigo parlotear con alguien, y doy unos pasos hacia el interior del dúplex. Hay algo extraño… A mi derecha veo el acceso a las escaleras que bajan al octavo, silenciosas y oscuras.
—Oye, tengo que irme, ¡es una emergencia! —Ana me mira suplicante. Me da las llaves y se encoge de hombros—. ¿Quieres echar un vistazo? Por mí no hay problema, eso sí, cuando termines te pasas por la oficina y me devuelves las llaves, ¿eh? No sé cuántas veces he tenido que volver a hacer copias, ¡que la gente nunca se molesta en traérmelas de vuelta! ¿Lo harás?
—Claro… —respondo vacilando.
Ana se va en el ascensor, y yo me quedo paralizada en la entrada, recordando inoportunamente que los cristales de mi ventana están reventados, y que se cayó mi lámpara del techo. Entonces veo, en medio del salón, inmenso y sin muebles, una canica gruesa, de esas de cristal. ¿De verdad quiero echar un vistazo? ¿En serio?
Mis pies se mueven. Algo tira de mí, o en el fondo deseo saber. El caso es que entro, y cierro la puerta a mis espaldas. ¿O se ha cerrado sola? No sabría decir si he llegado a alargar la mano para cerrarla, si he llegado a tocarla… El caso es que escucho el click del cierre y luego todo queda en silencio. ABSOLUTO.
Tengo la impresión, muy clara, de que hay una especie de vacío aquí dentro. Hay mucha luz, desde luego, el sol lo ilumina todo alegremente, pero no hay sonidos, y el aire parece estancado.
«Esto no me gusta…» ¿Y entonces por qué avanzo?
Me agacho y recojo la canica del suelo. Es de cristal, y por dentro hay vetas de colores que dibujan espirales. Es bonita, grande y suave. Y está muy caliente. Me da impresión, y la suelto. Al caer… NO SUENA. La veo rebotar, pero no suena, es una canica muda…
Debería marcharme, esto no es normal…
Una corriente de aire fría remueve mi pelo y se desliza a través de mí hacia la escalera. Luego desaparece y todo vuelve a quedar suspendido y silencioso. La escalera… Tengo que saber. No sé cómo, porque estoy muerta de miedo, pero me dirijo hacia ella y empiezo a bajar los escalones, uno a uno. Hay un interruptor de la luz. Lo pulso, una, dos, tres veces. Nada… Enciendo la luz de mi móvil y alumbro el camino por delante para no tropezar y caer. Es como si bajara una planta por la escalera del edificio, sólo que estoy dentro de la casa que un constructor caprichoso ha planificado de forma extravagante. Cuando llego al final, la luz directa y blanca de mi teléfono me descubre que estoy en lo que sería el vestíbulo de mi casa. La distribución en esta planta parece similar a la del resto de los pisos. Pero aquí no hay luz. Seguramente han bajado las persianas… Pero, ¿quién? Si aquí no vive nadie… Levanto la mano para buscar las ventanas, y…
«¡Joder!». No hay ventanas. Las paredes están cerradas al exterior, el octavo parece una tumba. Está muy oscuro, y cerrado, y silencioso… Se me encoge el alma, se me eriza el vello de todo el cuerpo, me tiemblan las manos, quiero retroceder… Muevo la luz alrededor buscando alguna ventana, y veo la cocina, el salón, los dormitorios, pero todo cerrado, tapiado… ¡Pero desde fuera se ven ventanas! «¿Qué explicación le das a eso, Ana? ¿Eh?»
El haz de luz de la linterna del móvil corta la oscuridad como un cuchillo…
«¡OSTIAS!»
¡Hay cinco o seis… formas delante de mí, muy cerca! Son… personas? Me quedo paralizada, incapaz de reaccionar… y me orino encima… Porque esas personas no tienen rostro. Sus caras son borrones sin rasgos, sin ojos ni nariz, ni boca, una mancha confusa y espantosa. Sus cuerpos son como sombras negras que se confunden en la oscuridad, y veo sus manos, inertes, y colgando a lo largo de sus costados… Todos me miran, sin ojos con qué mirar, están vueltos hacia mí, inmóviles, y me rodean… De pronto estalla la música, como la noche anterior, una tormenta altisonante, estridente y horrible que me traspasa, torturando mis oídos y obligándome a encogerme para no romperme. Todo tiembla, pero ellos permanecen estáticos, como pinturas esbozadas en este aire antinatural, y se acercan, como flotando, y tienen un pelo larguísimo y negro que llega hasta el suelo, como ríos de hebras que serpentean y se enredan en mis pies. Ese pelo repta por mis piernas, mientras yo ahogo un grito mudo en medio del estruendo mortal que sacude la casa entera… Se va enredando en mis muslos y aferra mis caderas, y me atrapa los brazos…
Se me cae el móvil y se apaga.
FIN