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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «La doncella»


La enfermedad había hecho mella en la anciana señora Doobelt. Postrada en cama desde hacía una semana, apenas comía, ni hablaba, ni era consciente de lo que sucedía alrededor. Su rostro, normalmente bondadoso y lleno de vida, se veía ahora amojamado en una funesta máscara macilenta, con la piel surcada de profundas arrugas, las mejillas hundidas y los párpados violáceos. El tiempo se había detenido en ella, y su hálito marchito colgaba de sus labios, apenas un soplo de vida, ni perceptible ni constante.


anciana

La sencilla alcoba a la cual la habían trasladado por orden del médico de la familia, estaba en la planta baja de su residencia, mucho más accesible para los criados que su dormitorio habitual, en el ala oeste, fácil de ventilar gracias a sus amplios ventanales, y de calentar, gracias a su vetusta chimenea de mármol. El servicio iba y venía, atareado entre sus quehaceres diarios y la atención a la enferma, pero era sobre todo el doctor Gardiner quien vigilaba su evolución. Aparecía a las puertas de la casa señorial a primera hora de la mañana, y no se marchaba hasta pasado el mediodía. Gardiner no albergaba muchas esperanzas de que la señora Doobelt se recuperara a sus ochenta y ocho años de edad. De hecho, Gardiner estaba convencido de que la muerte le sobrevendría en pocos días.

Didie le había oído decirlo. La doncella personal de la señora, se asomaba cada anochecer para ver si estaba despierta. Le llevaba un vaso de leche tibia en una bandeja, y se la daba a beber con mucha paciencia. Lo hacía puntualmente, pese a las funestas predicciones del doctor. La joven llevaba pocos meses trabajando para ella. Tal vez la edad acabara venciendo su resistencia. No quería marcharse a trabajar a otra parte.

Se atusó el delantal del uniforme azul celeste con las manos, recogió la bandeja del aparador del pasillo, junto a la habitación de su señora, y se asomó por la puerta.

Todo estaba en calma, sumido en una agradable penumbra. El fuego ardía en la chimenea, y la gran cama con dosel donde descansaba la señora Doobelt había sido acomodada recientemente, las almohadas ahuecadas, la colcha estirada y las sábanas recién lavadas. Olía sutilmente a lavanda. La anciana descansaba silenciosa y quieta. Su figura menuda apenas destacaba bajo las mantas. Sus brazos asomaban escuálidos por encima, y sus manos de dedos largos y huesudos parecían ramas delicadas a punto de quebrarse.

Didie vaciló, pero al fin se decidió a entrar. Dejó la bandeja con la leche junto a la cama, sobre una pequeña mesita auxiliar, y se acercó a la enferma, cuya cabeza, aureolada por una nube de suave cabello blanco, descansaba apaciblemente sobre la almohada. Se inclinó hasta que su mejilla casi rozó sus finos labios y esperó. Apenas notaba su aliento, pero aún respiraba. Se sentó junto a ella y la contempló en silencio. Le gustaba su largo cabello, ahora recogido en una trenza, sedoso y fácil de peinar. ¿Sería consciente de su presencia? Didie suspiró. Luego cogió el vaso de leche, sacó un frasquito del bolsillo de su delantal, y vertió unas gotas de su contenido en él. Dudó, y añadió tres gotas más. Luego lo acercó a los labios de la señora, los entreabrió con dedos delicados como plumas, y vertió la leche en su boca. La señora Doobelt tragó de forma inconsciente, hasta beberlo todo.

La doncella sonrió satisfecha.

Ahora sólo le quedaba esperar.

Se levantó y cerró la puerta con sigilo. Transcurrieron algo más de dos horas, antes de que algo cambiara… La señora Doobelt, que hasta entonces no se había movido, de pronto recuperó algo de color en su rostro lívido. Sus dedos se agitaron y sus párpados se abrieron. Tenía la mirada de una persona desorientada. La expresión de sus ojos se fue contagiando al resto de su semblante, pero al parecer no podía hablar.

Didie se apartó y se fue discretamente a un rincón.

Desde allí contempló la extraña escena que empezaba a desarrollarse en la gran cama. La anciana se incorporó, como una muñeca de porcelana, y se quedó sentada sin hablar ni proferir el menor sonido. Luego salió de la cama y se quedó de pie en medio de la habitación. Su doncella la observó asombrada. No esperaba que la droga que le había estado suministrando tuviera un efecto tan contundente. La pobre anciana era como un junco, frágil y ligera. Un soplo de viento la haría volar… sin duda. El camisón colgaba lacio desde sus hombros hasta sus pies desnudos, y su larga trenza descansaba sobre su hombro derecho, perfectamente peinada.

Didie se acercó ahora, y la tomó de la mano para llevarla junto al ventanal. La señora la siguió dócilmente. Daba pasos cortos y a trompicones, con movimientos más propios de un títere al que le mueven los hilos, que de una persona. La luz de la luna atravesaba los cristales, y daba de lleno en su rostro pálido y arrugado, sin expresión. Cuando Didie se situó frente a ella, no reaccionó. Cuando Didie acercó sus labios a los suyos y la besó… no se movió, tampoco cuando la joven la abrazó, pegando su cuerpo al suyo con fuerza. Sintió sus huesos quebradizos, su carne enjuta y prieta, la tibieza que emanaba su piel fina como papel de seda… Su cuerpo, joven y fuerte, empezó a fundirse con el de la señora Doobelt. Carne con carne, músculos con músculos… Didie se revolvió y se fue acoplando dentro de la anciana, adentrándose en ella, mezclándose con ella… hasta desaparecer.

Transcurrieron unos minutos. La anciana señora estaba ahora sola, en pie junto a la ventana, como petrificada, inanimada, con su blanca piel resplandeciente a la luz de la luna. Luego, poco a poco, empezó a respirar con más fuerza, y parpadeó. Movió la cabeza, los pies, las manos…

Dio unos pasos vacilantes, encorvada bajo el peso de los años, hasta colocarse frente a un espejo que ocupaba la pared frente a la cama. Se miró en él. Levantó una mano y la llevó a la mejilla. Palpó aquella piel apergaminada, pasó los dedos por los labios agrietados, se miró a los ojos, reconociendo su nuevo cuerpo, aquel cascarón decrépito…

Didie sonrió. Ya tendría tiempo para acostumbrarse.

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