Maite R. Ochotorena
Relato: «La trinchera»

Maxwell se enterró cuanto pudo entre tantos cadáveres... Sus compañeros muertos yacían alrededor, junto a él, sobre él... como muñecos desharrapados, cubiertos de sangre, pólvora y barro. Hacía frío, pero no temblaba por eso… Procuraba no mirar, eludía enfrentarse a la muerte, los rostros descompuestos, los ojos sin expresión... No quería reconocer a sus amigos.
El humo y la ceniza flotaban en el ambiente, sobre la ancha trinchera arañada en la tierra embarrada, cubriéndolo todo con una niebla oscura, igual que la muerte que había sembrado aquel lugar triste y ahora silencioso.
«Dios, oh Dios…»
Pero Dios no estaba allí.
Se encajó como pudo entre aquellos cuerpos sin vida, aún calientes, se cubrió a medias con ellos, brazos y piernas lánguidas, como plomo sobre su entereza… y miró al cielo, rezando por su salvación.
Sólo eran las siete de la mañana. Demasiado temprano para morir. Maxwell no estaba preparado para morir.
¿Cuándo había empezado la pesadilla? No estaba seguro. La guerra les había alcanzado de madrugada, tal vez… Sollozó, incapaz de contener su miedo. No quedaba nada, nadie, salvo cráteres negruzcos, vallas de alambre retorcidas y centenares de muertos segados por la metralla y las bombas.
Maxwell estaba milagrosamente ileso.
«¿Por qué yo?» se preguntaba. «Por qué yo…».
Cerró los ojos, aturdido por aquel silencio antinatural. No soportaba sentir aquellos cuerpos mutilados, enredados con él como un tapiz sangriento. Formaba parte de aquel cuadro de horror. Aún le zumbaban los oídos, los gritos, los silbidos de las balas… Los fogonazos de los morteros y las explosiones de las bombas brillaban en su retina. Los alemanes habían sido metódicos y despiadados. No quedaba nadie en su unidad.
En cambio aquel oficial se paseaba pisando entre los muertos.
Maxwell se hundió un poco más entre los cuerpos, rezando para que no se fijara en él.
Era un alto rango nazi, a unos doscientos metros. Se había quitado el casco y merodeaba hurgando entre sus enemigos inanimados. Ya no podían defenderse.
Maxwell se quedó muy quieto, pero no le perdía de vista mientras fingía ser un cadáver más. El corazón latía acelerado en su pecho. Apenas lograba mantenerse sereno.
El oficial llevaba un enorme cuchillo en la mano, e iba cortando la cabellera de cada soldado con precisión, como un coleccionista macabro. Agarraba el pelo de sus víctimas con una mano y con la otra cortaba desde la raíz y tiraba para quedarse con el trofeo.
Maxwell vomitó.
Sus jugos gástricos abrasaron su garganta y se desparramaron sobre su pechera.
Temblaba tanto que estaba seguro de que el fetichista nazi le descubriría.
El hedor de su vómito inundó sus fosa nasales, pero no debía moverse. El oficial nazi se acercaba, ya estaba apenas a cien metros, y llevaba sus cabelleras en una bolsa de cuero que colgaba del cinto de su uniforme gris. Su rostro pálido brillaba en la niebla, y sus ojos azules eran como dos linternas en la oscuridad, fríos y escrutadores, selectivos… Se agachó un momento y se escuchó el corte sobre la piel, un siseo y un chasquido. Maxwell se estremeció. No había forma de escapar. Él tenía una abundante caballera, y aquel oficial no dejaba escapar ni una, las quería todas…
Cincuenta metros…
Corte, chasquido, corte chasquido… La trinchera se iba poblando de cráneos sangrantes, grotescamente mutilados.
Un calor malsano iba emergiendo de aquel montón de muertos, como un vapor que se iba disipando a medida que el tiempo se llevaba la vida que horas antes los había animado. Un cuervo graznó en alguna parte.
Corte, chasquido, corte chasquido…
Diez metros.
El oficial se agachó de nuevo y agarró el cabello pelirrojo de un chico demasiado joven cuyos ojos abiertos miraban al cielo sin ver. Corte… chasquido… Una cabellera más.
Maxwell cerró los ojos y se obligó a quedarse inmóvil. Ni siquiera tenía su cuchillo a mano, lo había perdido en la refriega. Ahora no veía, pero escuchaba, cada vez más cerca, corte chasquido…
¿Tendría el valor de defenderse? ¿Tendría las agallas para matar a su enemigo?
Entonces una mano férrea le agarró del pelo y tiró hacia arriba, y Maxwell no pudo evitarlo. Abrió los ojos.
El oficial se quedó un momento desconcertado, con sus ojos de hielo fijos en él, el cuchillo en la otra mano, suspendido en el aire. Maxwell no podía moverse, estaba aterrorizado. Incapaz de reaccionar, sostuvo aquella mirada impasible, y vio como una sonrisa se extendía por aquel rostro. Al parecer el nazi estaba encantado de haber encontrado un soldado con vida… Al parecer pensaba llevarse su trofeo igualmente.
Maxwell aulló cuando la mano que sostenía el cuchillo se dirigió hacia su frente…
Un disparo y un fogonazo interrumpieron la escena.
De pronto el semblante del oficial se descompuso, sorprendido por la muerte. Se desplomó sobre Maxwell. El soldado sollozaba sin comprender. El peso del nazi le impedía respirar. Notó su sangre caliente empapando su traje…
Levantó un poco la cabeza y miró a través de la niebla y la ceniza…
Allí, semi enterrado entre los cadáveres, como él, había un soldado con un fusil humeante en las manos. Se miraron el uno al otro en la distancia.
No llevaba casco. Su cabeza calva destacaba en aquel paisaje dantesco, un cráneo absolutamente libre de pelo… Sin duda, una broma macabra del destino.