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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «Pacto con la muerte»


Por encima de todo, Nathaniel ansiaba vivir.

La vida y la muerte, la eterna quimera a la que él pretendía burlar.

La Isla de Santa Clara se perfilaba contra el cielo negro, abrupta y silenciosa. El faro desde su cumbre cortaba la creciente oscuridad con un penetrante cuchillo de luz, y el mar subía y bajaba furibundo, salpicado de múltiples y brillantes crestas de sal; aquel mar oscuro y bravo zarandeaba la embarcación de Nathaniel mientras remaba frenéticamente a través de la bahía.


Pacto con la muerte

Muy pronto una cortina de lluvia se derramó desde aquel cielo plomizo, convirtiendo el horizonte en un brumoso cuadro amenazador. El viento soplaba con fuerza desde el norte, y las olas se envalentonaban, saltando contra la espalda de la isla en una explosión de espuma blanca.

Nathaniel no tenía miedo, pero no quería perder su preciosa carga. Miró a su espalda. La ciudad de San Sebastián se veía apacible bajo la borrasca, con sus luces titilando en la oscuridad y sus playas apenas visibles con la marea alta. Nadie le había visto salir del puerto, nadie imaginaba lo que llevaba en el fondo de su barca.

El embarcadero aguardaba, silencioso testigo de aquel extraño episodio que el remero estaba protagonizando. Cuando la embarcación tocó el espigón, Nathaniel saltó, los ojos azules brillantes, la determinación en el semblante, las manos crispadas. La amarró al muelle y sacó un pesado fardo del fondo del bote. Cargó con él a la espalda y avanzó hacia la rampa que ascendía bordeando la isla. El viento arreciaba, arrojando ráfagas de lluvia contra las rocas, violentando el avance del hombre y su carga. Una densa marea de nubarrones se destripaban contra el mar, vomitando de sus entrañas tanta agua que parecían fundirse con él, desdibujando el horizonte. No había esperanza, no había clemencia, Nathaniel subía y subía, con firmeza, sin ceder un solo paso al temporal. Caminaba encorvado, con la cabeza ladeada para eludir las bofetadas de lluvia helada, paso a paso… Quería coronar la isla, alcanzar el faro, donde aguardaba su destino.

Cuando al fin llegó a la cima, se detuvo. Le faltaba el aire. Su figura oscura se tambaleaba bajo el aguacero, el chubasquero revoloteando alrededor de su cuerpo, el fardo como un burdo e informe saco de plástico negro atado con cuerdas, bien afianzado sobre sus hombros.

El faro se alzaba ante él, con sus ventanas selladas, con su torre elevada y su luz en lo alto, rasgando aquellas nubes oscuras, a través del vendaval que zarandeaba los árboles como si fueran de paja. Había una entrada lateral, y Nathaniel tenía la llave.

Bajo el faro estaba su secreto, bajo el faro estaba la muerte, y él quería encontrarla, la dama blanca de faz descarnada, esa cruel máscara que arrebata las almas de los hombres. Abrió la puerta y se coló en la oscuridad del interior, a través de una antigua escalera que descendía hasta una cámara olvidada y antigua. Poca gente sabía de la existencia de aquella sala subterránea, porque permanecía muda y silenciosa bajo una reja de hierro disimulada. Nadie la había visitado desde los tiempos en que la isla acogía leprosos y enfermos. Las monjas se habían ocupado de ocultarla antes de que se levantara el faro, cuando aún existía la ermita.

Nathaniel apartó la vieja reja de hierro, retorcida y carcomida por el óxido y el tiempo, y dejó caer el fardo por el hueco tenebroso. Un sonido huero sacudió el fondo. Fuera, el temporal vapuleaba la isla con virulencia. Nathaniel saltó detrás del fardo. Abajo, más abajo, estaba la cámara de los horrores, y allí, en ese lugar infecto, estaba la muerte.

Arrastró su carga con las dos manos a través de un angosto túnel, agachándose para no golpearse la cabeza con la dura roca, los ojos fijos en un punto delante de él, en las tinieblas. El aire se fue volviendo irrespirable, y el ruido del viento y la lluvia se fue ahogando en la distancia, a medida que descendía hacia las entrañas de la isla, por debajo del nivel del mar.

Al fondo surgió una gruta natural, una cámara circular de techo bajo en la que las monjas habían mandado tallar cuatro columnas artificiales, comiendo espacio a la roca viva. El agua del mar se filtraba a través de la piedra, formando charcos de agua salada en el suelo cavernoso. Nathaniel soltó su cargamento en medio de aquel lugar oculto, y esperó. La muerte no tardaría en llegar. No tenía miedo, podía mirarla a los ojos y enfrentarse a ella, la conocía bien. La muerte, esa sombra traicionera que una vez quiso llevarse su alma sin permiso, la parca rencorosa que ahora vendría a reclamar lo que entonces no pudo hurtar… Nathaniel sonrió en la oscuridad, y cerró los ojos, esperando… esperando…

Boom, boooom, boom, boooom… El corazón de la isla latía desde las profundidades. Un hedor nauseabundo llegó de todas partes y se elevó en el ambiente impregnándolo todo. Nathaniel abrió la boca y mostró sus dientes afilados en una mueca que pretendía ser una sonrisa, la sonrisa de un lobo. Se agachó y desenvolvió lo que contenía el fardo que había llevado hasta allí. Dejó al descubierto el cuerpo de un anciano encogido y amarillento, como una momia arruinada que aún respiraba. El viejo estaba desnudo, y su cuerpo emitía un brillo fantasmal. Abrió los ojos y gimió, lamentándose, suplicando clemencia, rogando compasión…

Nathaniel lo observó lleno de rabia, había odio en su mirada, un recelo desmesurado, desprecio, humillación, desengaño, dolor… Aquel anciano escurrido de arrugas inmensas, aquel ser anonadado que gimoteaba a sus pies, con la piel cuarteada y muy poca vida en su interior, no le merecía lástima alguna. La muerte vendría a llevárselo, sin duda… Allí, en aquella caverna olvidada, era donde los hombres podían pactar con ella. Y él estaba dispuesto a hacer un trueque.

Boom, booooom, boom, boooom…

La muerte emergió de todas y de ninguna parte, una sombra siniestra que lo llenó todo, como si la roca hubiera exhalado su último hálito, llenándolo todo de horror. Su rostro frío contempló a Nathaniel y una sonrisa inhumana asomó en su faz espantosa cuando le reconoció.

–Tú…. Yo te conozco…

–Soy Nathaniel, ya una vez quisiste llevarme, pero te gané la partida, vieja taimada…

–Te escapaste una vez, pero siempre acabo llevándome el premio…

Mientras hablaban, el viejo lloraba desesperado. Tiritaba de frío, apenas veía, y sabía que le quedaba poco tiempo de vida.

–A qué has venido… ¿Vas a ponérmelo fácil?

La voz de la muerte lo llenaba todo, era como un eco lejano, gutural, que traspasaba la misma roca, como a través de mil cristales…

–Quiero hacer un trato.

La muerte se rió cruel, y una mano negra se hundió en el pecho de Nathaniel y agarró su corazón.

–Dime qué trato es ése que me ofreces, qué trato me puede interesar, hombre arrogante, si no es arrancarte el corazón, aquí y ahora, Nathaniel Black…

Nathaniel sintió aquella garra gélida oprimiendo su corazón y tuvo miedo de haber sido demasiado atrevido…

–No… No, espera… Él por mí, él por mí…

–¿Él? Un viejo moribundo… ¿Por qué iba a aceptar algo que vendrá a mí de forma natural?

Nathaniel miró a la muerte perplejo.

–Tú, que todo lo ves, tú, que todo lo sabes... ¿no lo entiendes? ¡Es mi vejez! –aulló–… Es mi vejez, ¿no la reconoces? Me ha costado capturarla, pero te la ofrezco, aquí y ahora…

La muerte soltó su corazón y se fijó en aquel anciano torturado que se retorcía en el suelo de la caverna, hecho un ovillo de arrugas.

–A cambio de qué…

–Llévate mi vejez, no la quiero. A cambio, me dejarás vivir sin importunarme durante los años que me queden hasta…

–…hasta tu vejez –terminó la muerte.

–No quiero morir aún, y sé que me estás buscando…

La muerte rondó en torno al viejo, saboreó su espíritu maltrecho, lamió su exangüe vida, calculando, valorando… Mientras, Nathaniel Black aguardaba expectante, rezando para que la muerte escogiera llevarse al anciano antes que a él. O tal vez se los llevara a ambos…

–Está bien, Nathaniel Black… Me quedo tu vejez.

–Aún soy joven, me quedan entonces muchos años de vida…

Pero la muerte no contestó. Se volvió negra y lo inundó todo, y cuando la caverna volvió a la normalidad, ya no estaba, ni el anciano tampoco. Nathaniel comprendió que había aceptado el trato. Su vejez a cambio de unos años más de vida. Sonrió con aquellos dientes de lobo, y abandonó la cueva, ansioso por respirar aire fresco.

Cuando abandonó el faro, la tormenta había amainado, y la isla parecía erguirse en medio de la bahía como una superviviente bajo el cielo aún encapotado. Nathaniel bajó hasta el espigón y saltó a su barcaza. No dejaba de sonreír. Soltó la amarra y empezó a remar hacia la bahía, a través de un mar apaciguado…

Ahora sabía que se puede engañar a la muerte… ¿Cuánto tiempo tardaría en descubrir que se había llevado la vejez de otro?

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