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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «La última cena»



Ancianos

Las tardes de verano las aprovechan para sentarse al sol, como las lagartijas, que se exponen sobre una roca, o en la pared. Unos y otras lo necesitan por igual, para elevar su temperatura corporal.

Los cinco abuelos han hecho instalar un banco pegado a la pared del chalet, y pasan en él las tardes, sentados con sus bastones, viendo a la gente pasar.

Se sienten orgullosos. Han comprado la casa unifamiliar entre todos. Su plan: pasar en ella lo que les queda de vida. Lo malo, han empleado en el proyecto todos sus ahorros. No les queda nada. Así que se las arreglan como pueden con su exigua pensión, aunque a veces eso les obligue a hacer algunas cosas extrañas.

—…mira ése, qué rollizo está… —murmura Benancio con bastante mala idea.

—…¡calla tarugo! ¿No ves que es el hijo de la Petra? La carnicera…

—¡La estirada! —exclama Braulio—. Bien empleado le estaría… ¡El mes pasado no quiso fiarnos!

—…mira cómo arrastra los pies… —insiste Benancio.

—Tú si que arrastras los pies, Benancio, ¡que te oigo todas las noches cada vez que vas a mear!

—¿Y qué quieres que yo le haga si no me aguanta la vejiga?

—¡Pues vete a mear antes de acostarte! ¡O ponte un orinal! No te jode…

—¡Y tú deja mi dentadura postiza en paz! ¡Que siempre te confundes y estoy harto de mascar tus babas de viejo rancio!

—Sssschhhhh… —les chita Claudio.

Agapito, el más anciano de los tres, con noventa y ocho años de edad, es también el más callado… y el más observador. Acaba de darse cuenta de que ha llegado el autobús del pueblo, que comunica con la ciudad. Entre los pasajeros llega un inmigrante. No lo conoce, así que supone que es nuevo y que pronto empezará a buscar trabajo. Se fija en su indumentaria, raída y algo desastrada. Lleva un abrigo de prestado, le queda grande, y unos pantalones tan gastados que los bajos le arrastran por el suelo, deshilachados.

Agapito hace un gesto con la cabeza, y al instante sus compañeros comprenden que tienen que aparcar su discusión para otro momento. Los cinco se encorvan sobre sus bastones, echándose hacia delante para ver mejor. Siguen con sus ojos cansados al forastero mientras se baja del autobús, y le siguen después con la mirada, hasta que desaparece por la calle principal, con su bolsa al hombro y la mirada desconfiada de quien ya ha visto mucho mundo y demasiadas guerras.

—…éste está más flaco que los otros, ha pasado hambre —sentencia Benancio de mal humor.

—¿Te da miedo perder la dentadura? —se ríe Claudio.

—Os recuerdo que nuestro último cocinero se ha largado —interviene Braulio—. ¿Os acordáis? ¡No tenemos quien nos cocine! Anda, Agapito, ¿crees que vendrá la tal Marta esta noche?

Agapito se encoge de hombros. Nunca sonríe. Sus ojos se nublan bajo la boina.

—¿Cuándo tiene que venir? —pregunta Bonifacio. Hasta ahora estaba muy callado. El hambre le tiene triste.

—En un ratito.

—¡Pues a ver si espabilas, Braulio! —dice Benancio—. ¡que siempre metes la pata con los nuevos! Así no tendremos nunca quien nos cocine…

Se van levantando, y al cabo de un rato de toses y cojeras, abandonan el banco y el rato de sol.

Sin embargo, no es Marta quien se presenta a la entrevista, sino su anterior cocinero, Franchesco. Es muy moreno y brusco en sus modales. Al verle, algunos se alegran y otros no. Agapito le dedica una mirada avinagrada. Le hacen sentarse en una butaca mientras que ellos se acomodan frente a él, los cinco en un sofá. Braulio sostiene su bastón con mano temblona.

—¿No te habías ido, Franchesco? —pregunta para empezar.

—Sí, señor.

—¿Y dónde está Marta? ¿Por qué no ha venido ella?

—Ha tenido que marcharse del país, y me lo he pensado mejor, al fin y al cabo, soy de confianza.

—…éste no sabe cocinar… —murmura Benancio.

—…cállate mastuerzo… —le gruñe Claudio—… O te salto los dientes…

—¿Vas a quedarte?

—Así es, señor.

—Pero no nos ha gustado que te fueras así…

—Ni a mí que el señor Benancio critique todo lo que hago. Me porto bien, me he portado bien hasta ahora.

—Ya sabes que tenemos unos gustos un tanto especiales —señala Claudio—. Nos gusta la carne muy tierna, y muy hecha…

—Y jugosa… —añade Benancio.

—Muy hecha y jugosa no es algo que suela darse a la vez, si me lo permite, señor.

—Bueno, bueno… ¿Entonces te quedas?

—Si me aceptan… Y si me prometen respetar mi trabajo.

Agapito asiente, silencioso como siempre, y los otros cuatro se conforman al instante.

—¿Qué vas a hacer para cenar esta noche?

—No se preocupen por eso, ya tengo el menú preparado —Franchesco sonríe, y muestra su blanca dentadura.

—¿No le pondrás tanta sal?

—No, señor.

El cocinero sonríe de nuevo. Es enorme, parece un armario, muy fuerte, frente a esos cinco ancianos de aspecto frágil. Éstos empiezan a deliberar. Hacen un corro y sisean entre ellos, mientras Franchesco se remueve incómodo en su butaca. Al final, deciden aceptarle de nuevo, y le obligan a firmar un nuevo contrato de trabajo y otro de confidencialidad.

—Ve a la cocina y prepara la cena, estamos hambrientos…

Franchesco se levanta, muy satisfecho de sí mismo, les guiña un ojo, y desaparece hacia la cocina. Conoce bien el camino. Bonifacio ayuda a Agapito. Se dirigen al comedor, charlando animadamente. Están convencidos de que ha sido bueno que Franchesco haya vuelto.

—Mejor mal conocido… —se rió Claudio.

Se van sentando en torno a la mesa. Claudio se pone el babero, Braulio se quita la dentadura postiza y la mete en un vaso con agua, Benancio deja el bastón y se quita la boina, y Bonifacio ayuda a Agapito a sentarse. Braulio sonríe extasiado, pensando en llenar el buche con los deliciosos platos de Franchesco.

Le oyen trastear en la cocina. Ruido de cazuelas, la campana, la batidora… Muy pronto les llega un delicioso aroma que estimula sus glándulas salivales. Conversan muy animados, esta vez sin discusiones, hasta que Franchesco les anuncia que va a servir la mesa. El cocinero pone diligentemente platos y cubiertos, copas, coloca el pan en un primoroso cestito, y sirve el vino…

Los ancianos se impacientan.

Un rato después, aparece Franchesco con una gran bandeja. Una tapa de plata oculta lo que ha estado guisando tanto tiempo, y todos abren los ojos con expectación.

—¿Qué nos has preparado, Franchesco? —inquiere Braulio.

—Su plato preferido,señor…

—Tendrás que darle poco de comer a Agapito, él no puede pasarse…

—Claro, señor.

Coloca la bandeja en mitad de la mesa y la descubre. Para su deleite, hay manitas, chuletas y costilla, todo ello acompañado por una suculenta guarnición de verduras y champiñones. También hay cabeza, a la que ha tenido la delicadeza de quitarle los ojos y el pelo, rellena de sesera.

—Caramba, ¿no es el hijo de la Petra? —pregunta Claudio divertido.

Agapito asiente satisfecho, y todos aplauden a Franchesco por su iniciativa y buen gusto. Le tenían ganas a la carnicera por ser tan estirada y desconfiada.

—…pero Franchesco, ¿cuándo has tenido tiempo de cogerle?

—Antes de venir, señor.

—Y dime… ¿se ha resistido mucho?

—No demasiado. No era un chico fuerte, señor.

—Tienes buen gusto, Franchesco, pero ahora le buscarán —puntualiza Benancio.

—Harán preguntas —asegura Braulio.

—Querrán saber —interviene Claudio.

—Ya me he ocupado de eso, señores. Nadie vendrá aquí a preguntar.

Entonces, con una amplia sonrisa, comienza a servirles. Le pone una generosa ración a cada uno, y la adereza con la guarnición. Benancio aspira el delicioso aroma, mientras Claudio mira con curiosidad la cabeza, buscándole el parecido con el chico de la carnicera. Piensa que el mundo no se ha perdido nada, porque el pobre era un inútil integral.

Empiezan a cenar, y hacen mucho ruido mientras comen. Franchesco se aparta un poco y se queda de brazos cruzados, mirándoles muy satisfecho…

Aún no han degustado la mitad de la cena, cuando empiezan a sentir que algo va mal. Agapito es el primero en caer. Se desploma pesadamente, y su cabeza cae sobre el plato con un sonoro ¡PLOCH!

Entonces se hace el silencio. Braulio busca su dentadura, pero le tiemblan las manos. Es el siguiente en caer. También se desploma, se cae de la silla, como un saco de piedras. Benancio se lleva la mano a la garganta y mira angustiado a Franchesco.

—…qué has hecho, desgraciado…

—Nada que no se merezcan, señor.

—…pero… ¿nos has envenenado? —gime angustiado.

—Cianuro, señor.

Benancio abre mucho los ojos y cae también, fulminado. Franchesco espera pacientemente a que caigan Claudio, Braulio… y por último Bonifacio, el más resistente de los cinco.

—¿Has terminado, Franchesco?

De pronto Petra, la carnicera, entre en el comedor. Franchesco le ha dejado la puerta de entrada abierta. Por detrás asoma su hijo. Está pálido.

—Sí, señora.

—Bien, porque tengo prisa.

—Pero madre… ¿están muertos?

—Sí, ¡y bien muertos!

—Pero… ¿quién es…? —pregunta. Señala con mano temblorosa la bandeja con los restos aún humeantes que han estado cenando los ancianos. Sabe que pensaban que era él, pero él está allí, entonces…—. ¿A quién ha guisado Franchesco…?

—Bien, no eras tú, ¿verdad? ¡Pues arrea! ¡Estos ya no se cenan a nadie más!

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