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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Bocaditos de Suspense: «Las cuatro cajas»



Cuatro Cajas...

—...no tengo prisa, tómese su tiempo, pero hágalo bien —insiste Valentine. Está de pie, de brazos cruzados junto a la zanja que su empleado está excavando junto a la valla del rancho—. La quiero más profunda, y un poco más ancha.

El obrero se detiene un momento, resoplando por el esfuerzo. Tiene la frente cubierta de sudor y el semblante enrojecido. Hace calor, son las cuatro de la tarde de un día de agosto, no son horas para estar cavando a pleno sol.

—¿Puedo preguntar qué piensa hacer con esta zanja?

Valentine sonríe, pero no se digna contestar. Alza los ojos al cielo, de un azul intenso. Una bandada de vencejos revolotea haciendo cabriolas sobre sus cabezas, rápidos y audaces. Le gusta su temeridad, la libertad y el dominio que demuestran... Son malabaristas del aire. Ella es también malabarista, aunque de otras cosas.

El empleado reanuda su ardua labor. Se le oye resoplar cada vez que golpea la tierra y hunde la pala en ella. Valentine le observa sin sentir ni un ápice de piedad por el calor que debe de estar pasando.

—¡Alto! —extiende una mano con autoridad y el trabajador se detiene. Ha pasado una hora más. Hay alivio en sus ojos vidriosos. A sus cincuenta y siete años, ya no está para doblar el espinazo—. Es suficiente. Sal...

—...sí, señora...

Le cuesta salir de la zanja, profunda y ancha, de unos tres metros de larga y uno de profundidad. Valentine no le ayuda. Señala con la cabeza una pila de cajas de madera de pino apiladas a su espalda. Las han traído esa mañana en la carreta.

—Ábrelas.

El trabajador las mira extrañado. Las ha cargado en el carro y las ha dejado donde están siguiendo las instrucciones de su señora, pero no sabe qué hay dentro. Ni le importa. Conoce a Valentine lo suficiente para saber que no debe hacer preguntas. Ni siquiera debe pensar. Se aproxima despacio, aún resollando, y coge una palanca del carro. Se dirige a la primera caja, la que está encima de las demás, la más grande.

—Ábrela —insiste Valentine con impaciencia.

El empleado clava la palanca en la ranura que deja la tapa y hace presión hacia abajo. Apoya todo su cuerpo para lograr que los clavos que la sujetan cedan... Entonces se escucha un chasquido. Ahora va colocando la palanca en distintos puntos a lo largo de la caja y va haciendo lo mismo.

chack chack chack...

La caja queda abierta.

Un hedor pútrido emerge de ella. Dentro hay un cadáver en avanzado estado de descomposición.

—Qué... —el empleado está a punto de echarse atrás, pero se contiene a tiempo, temeroso de la reacción de valentine.

—Sácalo y échalo a la zanja. Después haces lo mismo con el resto. Cuatro cajas, cuatro zanjas. Todas a lo largo de la valla. Y procura que queden bien tapados, la última vez la lluvia los ha dejado al descubierto.

Valentine se marcha, segura de que obedecerá. El empleado se atreve a mirar el rostro del cadáver de la primera caja, y se santigua. Es Ramón, el cocinero. Acababa de cumplir los sesenta cuando se marchó.

Escamado por la sospecha, pálido por la certeza que se va abriendo paso en su mente... va abriendo una por una las otras tres cajas... Estela, la doncella, de sesenta años, Beltrán, el mozo de cuadras, de sesenta años... y por último Rufián, su amigo y carpintero, que acababa de cumplir los sesenta. Es el que mejor está, más reciente. Se suponía que se había vuelto a su tierra.

El trabajador hace cuentas. Tiene cincuenta y siete. Le quedan tres años.

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