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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «El Banquero»



Gato

—…firme aquí, y aquí, y… aquí…

La señora Muller extiende la mano y rubrica su firma una y otra vez en los distintos papeles que el director del banco le va poniendo delante. Por la sombra que cubre su rostro se adivina la tensión que le provoca firmar un contrato que la atará de por vida al banco. A los sesenta y cuatro años, nadie debería tener que condenarse así.

Cuando estampa su última firma, alza unos ojos nublados por el miedo. El banquero sonríe. Sus dientes asoman, y a ella se le antojan los de un depredador que sabe que ha atrapado a su presa. Se le encoge el corazón.

—No se preocupe, señora Muller, está usted en buenas manos. Seguro que comprende la necesidad de todo esto. Recuerde que hemos hecho un considerable esfuerzo para que pueda usted mantener su propiedad.

Ella no contesta. Sigue con los ojos sus manos mientras va recogiendo con parsimonia los documentos, cuya diminuta letra impresa contiene los términos de su cautividad. Le tiembla el labio inferior y un vago malestar inunda sus entrañas. El director del banco no deja de sonreír. ¿Siempre ha tenido los labios tan rojos? Sus dedos son largos y delicados, tiene la piel blanca, tersa y algo traslúcida, y los ojos oscuros inyectados en sangre. Son los ojos de un tiburón. Su pelo engominado se extiende hacia atrás desde la frente despejada, perfectamente peinado. La señora Muller es clienta del banco desde hace treinta años, y conoce al director muy bien… Sin embargo, ahora le parece un extraño. Su fría compostura, el traje impoluto, de corte perfecto, el reloj de pulsera en su muñeca, carísimo… la corbata, los gemelos de oro… Extiende esa mano huesuda para estrechar la suya, y la señora Muller vacila. Tiene la impresión de que si acepta estrechar esa mano, habrá sellado definitivamente un pacto aberrante, su sentencia.

Sostiene un instante la mirada vacua del director, que la apremia con su gesto mientras se levanta un poco de su asiento de cuero. Al fin, la señora Muller decide que su condena ya es un hecho, al fin y al cabo, ha firmado todos los papeles. Ya no hay vuelta atrás. Alarga la mano, pequeña y trémula, y aprieta la de él, firme y fría.

—Bien, pues ya está hecho. Recibirá usted el dinero en su cuenta en veinticuatro horas. Y por favor, cualquier duda, no deje de ponerse en contacto conmigo, señora Muller.

La pobre mujer asiente en silencio, se levanta, coge el bolso y el abrigo, y sale del elegante despacho. En ventanilla hay una larga cola de clientes esperando. ¿Cuántos estarán en su misma situación? Pasa entre ellos con la cabeza gacha y sale a la calle. El aire de la tarde sacude su rostro, y es un alivio. Se queda un instante en la puerta, con el bolso apretado en el regazo y el corazón en un puño. ¿Qué ha hecho?

«…no tenías más remedio, Merceditas, si querías conservar tu casa… Era esto, o irte a la calle…»

Pero esto no alivia su tormento. Se sabe condenada.

Comienza a caminar, la espalda encorvada, la aureola de canas flotando en torno a la cabeza gacha, las piernas inseguras…

Cuando al fin llega a su vivienda y abre la puerta de entrada, le parece que se encuentra en la casa de un extraño. Ya no es suya, es del banco. Ya no es dueña de su vida, su alma es propiedad del banco, ha depositado sus últimos años en manos de esa entidad sin escrúpulos. Recorre las viejas paredes del pasillo con la mirada, repasando tantos recuerdos, los detalles, cada esquina plagada de vivencias… ¿De quién son ahora?

«…más te valdría haberte vuelto al pueblo… Tu hermana te hubiera acogido, y lo sabes, pero eres terca como una mula, Mercedes Muller…»

Cierra la puerta para acallar la voz de su conciencia y se dirige a la cocina. Aún está caldeada por la estufa. Un gato enorme de negro pelaje la observa inmóvil desde lo alto de la alacena. No es un animal cariñoso, ni expresivo, nunca sale a recibirla, no busca caricias, no pide comida. A Merceditas siempre le ha parecido más parte de la decoración que un ser vivo. Lo tolera porque lo oye moverse por la casa y eso destierra en parte su soledad. No le ha puesto nombre, no sabe qué edad tiene. Tampoco le importa. Está convencida de que si uno de los dos ha de morir, ella lo hará antes que él.

Se deja caer en su mecedora de mimbre, repleta de mullidos cojines, y suelta el bolso. Se queda mirando al techo mientras se balancea, consolándose un poco.

«…vamos Merceditas, vamos… Lo hecho, hecho está… Al menos conservas tu hogar. Es eso lo que querías, ¿no?»

Se cubre el rostro con las manos.

«¿Sí, pero… ¿a qué precio?»

La noche sorprende a la señora Muller tendida sobre la cama, aún vestida. Duerme, sumida en un sueño inquieto que agita su cuerpo. Un movimiento a su lado la despierta.

Cuando abre los ojos, descubre a su lado una figura alta y enjuta, una persona sombría que se inclina sobre ella. Sus ojos, como dos ascuas ardientes, brillan en la oscuridad. Asustada, quiere incorporarse, pero no puede. Sus brazos, sus piernas, no responden. Abre la boca para gritar, mientras sus ojos espantados se abren desmesuradamente, fijos en ese hombre que se cierne más y más sobre ella. ¿Es el banquero? Reconoce su sonrisa afilada, esos labios rojos de hiena, sus ascuas ardientes, ojos de tiburón, la piel brillante, como cera blanca que relumbra en la noche… Le ve extender los brazos, y le perece que se alargan más allá de lo natural, largos, muy largos… hasta que sus manos de finos dedos tocan su rostro y lo acarician. Están helados y húmedos. A Merceditas le repugna… Se le acelera el pulso, respira con agitación, incapaz de escapar. Sólo puede permanecer quieta, esperando que todo sea un mal sueño… El banquero saca una enorme jeringuilla del bolsillo de su traje de marca. La aguja es gruesa… Se la clava en el brazo, penetra bajo su piel, un mordisco metálico. Merceditas gime sin voz, se agita sin moverse, se rebela… mientras ese hombre horrible le extrae la sangre. Llena la jeringa, vierte su contenido en un frasco de cristal, y repite la operación… una y otra vez, hasta dejarla casi seca. El tarro se va llenando… Cuando termina, lo recoge y se lo lleva a los labios. El banquero, muy alto, tanto que casi roza el techo, bebe la sangre con avidez, relamiéndose mientras disfruta ante la mirada despavorida de su víctima. Cuando termina, sonríe, y sus labios se ven aún más rojos y tensos que antes… Se relame… Antes de irse, se inclina de nuevo sobre Merceditas y la besa en la frente. Su aliento es pútrido, envenena su mente y hace que se duerma otra vez…

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