—Te traigo lo que me has pedido, ¡aquí está!
—¿Y qué te he pedido si se puede saber?
Lola mira a su marido con expresión ausente. Lola hace tiempo que ya no es Lola, sólo una cáscara vacía, un recipiente que se ha volcado y que ya no retiene los recuerdos. Stephen suspira.
—...cariño, haz un esfuerzo. Hemos hablado esta mañana, ¿recuerdas?
Agita la bolsa en el aire con una sonrisa triste. Ya no puede disimular. Lola se queda fría, ausente, sin saber qué decir. Bucea en su castigado cerebro, a través de los huecos yermos que la enfermedad va dejando a su paso. No encuentra nada. Ni rastro de su conversación con Stephen. De hecho, no logra recuperar nada de cuanto ha hecho en todo el día. Menea la cabeza, desesperada.
—Lola...
Stephen la abraza, y entierra el rostro en su cabello. Huele a camelias, y a fresas, y a cereales.
—...vas a llegar tarde a trabajar …dice Lola de pronto.
—Cariño, acabo de llegar, son las siete de la tarde, hasta mañana no tengo que volver...
Lola parpadea desconcertada.
—Voy a preparar la cena —murmura.
—No, yo lo haré. Tú quédate tranquila. Anda, siéntate...
—¿No vas a enseñarme qué has comprado? —suspira ella.
Stephen la mira a los ojos, y ve un atisbo de esperanza en ellos. Se arrodilla a su lado y abre la bolsa. Dentro hay un cuaderno con tapas de cuero bellamente grabadas, y un bonito bolígrafo de colorines.
Lola sacude la cabeza sin comprender.
—...querías tenerlo para apuntarlo todo, para que no se te olviden las cosas...
—Oh...
Recoge el cuaderno y el bolígrafo y los coloca en su regazo con delicadeza.
—¿No vas a escribir nada?
—¿Escribir?
—Sí, algo que quieras recordar —musita Stephen. La besa en la frente.
Lola vacila. Mira al vacío, se esfuerza por conservar las cosas que le pasan. Luego mira a su marido. Stephen. Aún le recuerda, a él aún le recuerda. Sabe que le ama. ¿Cuándo dejará de saberlo?
Abre el cuaderno y escribe su nombre con letra temblona.
«Stephen es mi marido, siempre le he amado, siempre le amaré. Incluso después».