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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «El reencuentro»



ataúd

«Hasta yo tengo mi corazoncito», piensa Darren. «Hasta yo, que al fin voy a ver a mi madre después de treinta años... ¿Acaso no merezco una compensación, algo? ¿No lo merecía hace treinta años?».

Se detiene ante un edificio gris. Es el nuevo tanatorio. Mira alrededor. No hay mucha gente, nadie a quien conozca, al menos. Eso le alegra. A Darren no le gusta le gente, en general, y no quiere encontrarse con nadie. Ha venido por su madre, nada más.

Tiene el rostro crispado y está desmejorado. Su delgada figura se yergue frente a la puerta automática de entrada como la sombra perenne de un álamo solitario a la orilla del cementerio.

No se atreve a entrar. Son demasiados los recuerdos, los reproches, las heridas sin cerrar, las conversaciones jamás iniciadas... Es demasiado el tiempo. Treinta años... Demasiado tiempo.

Se gira, a punto de marcharse por donde ha llegado, pero sus pies no se mueven del lugar donde permanecen anclados. Comienza a llover y el día se torna gris y oscuro. Una brisa otoñal se levanta y le empuja...

«Madre... Mamá...»

Darren desprende con esfuerzo las suelas de sus zapatos del asfalto, sube el bordillo de la acera, y cruza las puertas automáticas, que se abren a su paso. Apenas se escucha un zumbido electrónico mientras se deslizan.

Hay una zona de espera, y más allá, la sala cerrada donde descansa su madre, tal y como ha pedido. Ella está en un féretro de aspecto sencillo. Puede verse a través de un cristal. Algunas personas murmuran, dispersas en grupos pequeños. Todas visten de riguroso negro, muchas son ancianas. Algunas lloran, la mayoría se limita a permanecer alrededor de la ventana, como un siniestro séquito silencioso.

Darren avanza. Su figura llama la atención de esas personas. Le observan con curiosidad y un mal disimulado gesto de desaprobación. Tal vez no les guste su aspecto desaliñado, que no vaya de negro, su rostro anguloso, o sus ojos hundidos, demasiado brillantes. Tal vez sepan quién es, tal vez no.

Darren pasa entre ellas en silencio. No le importa lo que piensen. Puede oler el perfume que llevan algunas, percibe sus murmullos y cuchicheos, el modo en que le siguen con la mirada...

Cuando llega junto a la ventana de cristal, mira a través de ella. El ataúd donde descansa su madre está muy cerca. Ahora puede verla mejor.

Se detiene.

Está tendida apaciblemente, con las manos cruzadas sobre el vientre. Es ella y no lo es. El tiempo la ha cambiado. A Darren le sorprende su semblante sereno, y lo guapa que está.

«¿Y qué esperabas?», se pregunta, «No te dejes llevar por su aspecto... Recuerda que ella nunca te ha echado en falta, jamas ha querido ponerse en contacto contigo para arreglar las cosas, ni una llamada, ni una carta... Seguramente no ha vuelto a pensar en ti como tú en ella, seguramente se ha olvidado de quién eres hace mucho tiempo». Darren alarga una mano hasta el cristal y traza un movimiento en el aire, queriendo rozar su rostro. Sobrevuela sus pómulos, su frente alta y despejada, y roza su cabello gris, en una caricia simulada...

Algo se abre en su pecho mientras le dedica ese gesto. La caverna del horror que lleva en su corazón y en su alma comienza a vomitar todo el dolor. Si no se contiene... Darren aparta la mano del frío cristal y se queda muy quieto, esperando... esperando... a que pase la oleada de veneno. Lucha por doblegar sus demonios, los frena, los encierra de nuevo en su cueva...

«¿Por qué?», pregunta en silencio. «¿Por qué, madre?».

Sus labios no se mueven, es su mente la que habla.

—¿Señor Darren?

Alguien se ha colocado a su lado. Darren se vuelve, y descubre a un caballero de su misma estatura, bien trajeado y de aspecto severo y grave. Es el señor Davenport.

—¿Es usted el señor Darren? —Davenport murmura muy bajo, para que nadie, salvo Darren, pueda oírle.

Darren asiente.

—Bien, llega usted temprano, pero todo está preparado. ¿Está dispuesto?

Darren asiente.

—Sígame por favor.

El caballero se dirige a la puerta que da acceso a la sala donde descansa su madre, y Darren le sigue. Un murmullo le secunda cuando entra tras él y cierra la puerta. Ahora están aislados dentro de la sala.

—Un momento, por favor, le daré intimidad —dice Davenport..

Darren da unos pasos y se acerca al féretro de su madre, casi con reverencia, casi con temor, mientras el caballero se acerca a la ventana que da a la sala que acaban de abandonar. La gente al otro lado les mira con curiosidad. El hombre presiona un botón y una persiana desciende, tapando el cristal.

—Ahora ya nadie puede vernos —asegura Davenport—. Si le parece bien, le dejaré solo, tal y como ha pedido.

—Gracias —responde Darren.

Su voz suena ronca y profunda. El caballero sale de la sala y al fin se queda a solas con su madre. Se vuelve hacia ella, y la mira un instante. Luego se aproxima, hasta situarse a su lado. Se agacha, saca un frasco de su chaqueta, y vierte unas gotas de su contenido en la tela suave y limpia de un pañuelo. Lo aproxima a la nariz de su madre, y espera. «Despierta, mamá...», murmura. Su madre, al cabo de unos minutos, parpadea levemente. Algo de color vuelve a su semblante. A medida que su mente se despeja, la confusión se dibuja en su expresión, poco a poco.

—Hola, mamá.

Sus ojos se abren del todo. Se fijan en Darren. Le reconoce. ¿Cómo no? Es su hijo... Abre la boca, pero no puede hablar. Un gemido brota de su garganta.

—Sssschhh... Tranquila —Darren sonríe y acaricia su pelo, esta vez de verdad. Una corriente eléctrica recorre sus dedos y se extiende por su brazo como un reguero ardiente que le sobrecoge—... Estás en el sanatorio, en tu ataúd —le explica. No te preocupes, no puedes moverte, es normal. Se debe a la droga que te he administrado. El pánico llena el rostro de su madre. Sus ojos giran desorbitados alrededor. Es extraño verla tan viva en ese ataúd... Darren sonríe de nuevo. Ahora ella está consciente del todo, y comprende dónde está. Deja que esa certeza cale hondo en su corazón. Necesita que asuma lo que va a ocurrir.

Saca un cuchillo de su chaqueta y se lo muestra.

—Esto es para ti, mamá. ¿Lo reconoces? Verás, me he cansado de esperar que me buscaras. Es evidente que no me necesitas tanto como yo a ti... Necesito compensar todos estos años de soledad, todo el daño que me has causado con tu ausencia...

Entonces aferra el cuchillo por el mango y lo hunde despacio, muy despacio, entre sus costillas, en el lugar donde supone que está su corazón. Mientras lo hace, tan fácil que le parece que el filo está penetrando en un trozo de membrillo, clava sus ojos despiadados en los de su madre, buscando en ellos algo... la respuesta, la cura a sus heridas, el fin de su dolor... Ella boquea aterrada, sin poder emitir sonido alguno. Las lágrimas se derraman por sus mejillas.

Darren se inclina y la besa en los labios, un beso tierno y suave. Cuando se aparta, su rostro está congestionado por un sinfín de emociones encontradas.

—No debiste castigarme así por matar a papá —solloza—... Él sólo era un maldito estorbo entre tú y yo... Creí que lo entenderías...

Su mano se detiene cuando nota que el cuchillo está completamente dentro del cuerpo de su madre. Darren sonríe ahora. Le gusta pensar que el mismo acero que le quitó la vida a su padre, acabe con su ingrata madre. Una oleada de alivio recorre su cuerpo y libera su alma.

—Adiós mamá...

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