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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Bocaditos de Suspense: «Eres un desagradecido»



Atrapado en un cajón

—Ábreme, ya está bien... —Quédate donde estás, o no respondo. Astrid se queda muy quieta, con la cara pegada en el cajón. Dentro está su hermano Job. —Abre, joder. Prometo que no te haré daño esta vez. —Siempre dices lo mismo, y siempre me muerdes. —Esta vez no, lo prometo. Abre, Job. No hagas que me enfade... Oye cómo Job se revuelve dentro del cajón. Percibe su cuerpo pequeño y cálido apretado en las cuatro paredes de madera de pino, percibe su olor, su miedo, su calor. Pasan un rato en silencio, así, Astrid tendida sobre el cajón, Job dentro, obstinado en su encierro. —Job, ¿recuerdas el día que te caíste en el lago? —silencio—... Yo te salvé. Te saqué del agua y te reanimé cuando estabas muerto. —No estaba muerto... —Sí lo estabas, habías dejado de respirar, tenías los pulmones llenos de agua, ¿lo recuerdas? —silencio—. ¿Sí o no? —Sí. Al fin. —¿Recuerdas cuando te estaban pegando aquellos chicos del colegio? Yo te salvé de ellos. Te hubieran matado, ¿lo recuerdas? Silencio. —Eres injusto, Job. Yo siempre te he protegido. —No es verdad. Sólo lo haces porque me quieres para ti. Astrid lo piensa. —Es verdad. ¿Y qué tiene de malo? —Nada, si me quisieras de verdad. Pero no me quieres, no como lo haría una hermana. Su voz atiplada le llega amortiguada a través de la tapa del cajón. Astrid pega la oreja a la madera y cierra los ojos. Job debe de estar asustado en la oscuridad absoluta y el estrecho espacio en el que se esconde. —Te quiero como una hermana —murmura con paciencia. —Mentira. Me quieres como lo que eres. Suspira... —¿Y qué soy? —pregunta con cansancio. Job calla. Debe de estar pensando qué decir. O tal vez sólo tiene miedo de decirlo. Astrid sonríe. Le gusta que Job tenga miedo, es enternecedor. —...eres una depredadora, supongo. —¿Lo soy? De nuevo tarda en responder. —Lo eres —dice al fin. Ahora Astrid pierde un poco la paciencia. Esto ya dura demasiado. —Oye Job, ¿vas a salir o voy a tener que sacarte a la fuerza? —No puedes sacarme y lo sabes. —Sí que puedo. —No, no puedes. —¿Qué te apuestas? Astrid se incorpora y se pone de pie. Se queda mirando el cajón, lo analiza por todos lados. La tapa está firmemente anclada en su lugar, no tiene asas, ni forma de agarrarla para tirar de ella. Es un buen cajón. Job ha debido de invertir mucho tiempo para diseñarlo. Ese mocoso sabiondo... Suelta un bufido, y entonces escucha la risita de Job. Se está burlando de ella... —Job, te voy a matar. La risita se extingue al instante. El miedo de su hermano llega hasta Astrid. Es ella la que sonríe esta vez. Sus dientes agudos asoman a través de sus labios rotos. Se da la vuelta, atraviesa la habitación de juego, por encima de los cadáveres descompuestos de sus padres, y busca con qué sacarle de su madriguera. No encuentra nada. Pisotea los restos resecos de su madre. Aún están cubiertos con la ropa que llevaba el día que la mató... El húmero de su pierna derecha asoma a través del pantalón. Se agacha y lo coge. Parece fuerte... Pero no sirve. Lo arroja contra la pared. —¿Qué haces, Astrid? —Sal a verlo, pequeño cobarde... Job se encoge en su refugio de madera y se cubre el rostro con las manos. la oye caminar, trastear, revolver... Percibe su rabia, está furiosa... y hambrienta. —Job. ¡Sal! —¡No! —¡Sal, joder! —¡No! Astrid patea el cajón, lo golpea con los puños, le da patadas, lo araña con sus uñas duras y afiladas... y el cajón se desplaza. Anda... Mira tú por dónde... Astrid decide empujarlo. Apoya todo su peso en él y lo va llevando, poco a poco, hacia la ventana. —Astrid, ¿qué haces? ¡Astrid! Ella sonríe mientras lo va guiando hasta colocarlo justo donde quiere. Luego lo levanta de un extremo. Dentro Job se revuelve, pero no sale. Astrid lo impulsa, lo balancea... y lo tira por la ventana. El cajón se precipita desde los siete metros de altura que hay hasta el suelo, se estrella contra el pavimento y revienta. Cuando Astrid se asoma, lo ve desmontado y abierto. Lo ha conseguido, ¡la comadreja ha salido! Job yace allí abajo, desparramado en medio de un pequeño charco de sangre. No está muerto. Por supuesto que no. Astrid baja corriendo y llega hasta él. Pone los dedos en su garganta. Aún vive, siente su pulso. Lo pone boca arriba y empieza a reanimarlo... Cuando Job despierta, todo está borroso. Luego ve el rostro de Astrid inclinado sobre el suyo. Sonríe. —¿Lo ves? Otra vez te he salvado el cuello. Maldito desagradecido...

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