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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «El depredador»

Ocho veces ocho son las veces que Pearl se detiene antes de entrar en la iglesia de Santa Cecilia. Cada paso en la oscuridad hace crecer un poco más el miedo que lleva por dentro, cada paso le cuesta un latido, pero si mira hacia el pórtico y sus ángeles custodios, le parece que aún tiene una oportunidad.

Si mira hacia atrás, hacia la noche y el silencio, no podrá avanzar más. Presiente más que siente al depredador oculto entre los árboles. Presiente más que siente sus ojos fijos en ella. Presiente más que siente su paciente espera.

«...sólo unos pasos más, sólo un poco más...»



La iglesia aguarda bajo el cielo negro sin estrellas, sus ventanas son bocas mudas alargadas en un grito sin voz, sus muros pinceladas grises en un lienzo tenebroso, su torre y el reloj en lo alto un dedo siniestro que señala ese cielo feral que se cierne sobre el mundo.

Un paso más. Pearl escucha un lamento. Ese lamento la clava a la tierra. Su corazón se detiene. Luego arranca a todo galope, cuando comprende que es el lamento de un niño. En el pórtico hay un cesto, y dentro de ese cesto se mueve algo.

Pearl duda. Mira por encima del hombro. El bosque no se mueve, es como una sombra hecha de testigos mudos atentos a su destino. El depredador sigue ahí. Un nuevo gemido rasga el silencio, y Pearl se sobresalta. Se vuelve despacio y mira hacia el pórtico. La mano tierna de un bebé emerge bajo una manta y sus deditos se agitan en el aire frío de la noche.

Pearl se apiada de él.

Ocho pasos ocho, y se planta junto al cesto. Se agacha para coger al bebé y estrecharlo entre sus brazos. Es apenas un recién nacido, se agita y se revuelve entre sus manos, protesta, la boca abierta, el lamento suspendido entre el rostro contraído, el hambre y el abandono. Pearl se conmueve, y por un instante se le olvida el depredador.

—Virgen Santa... Ven cariño... Ven conmigo...

Pearl está a los pies de la iglesia, seguro baluarte. Sus muros se le antojan ahora recios en la noche, su pórtico un alentador encuentro con Dios. Tras esos muros no cabe la maldad. El depredador no podrá entrar.

Pearl avanza, el bebé pegado a su pecho. Siente su tibia piel y cómo se retuerce inquieto. Empuja el portón, pesado y recio, y sus bisagras extienden un quejido chirriante que rasga el aire. Se abre despacio. Dentro espera la calma, la paz, el espacio sagrado.

—Buen Dios, ayúdame...

Ocho son ocho las víctimas que han muerto en Agreville, ocho son ocho los cadáveres que yacen en el cementerio, ocho mujeres, en ocho días. Pearl se cuela en la iglesia y el portón se cierra. El golpe retumba en la quietud de la nave, recorre sus pilares de piedra, la bóveda elevada, las ventanas quietas. Pearl espera. Escudriña la penumbra del recinto, escucha. El bebé se queda quieto. Su corazón late rápido, Pearl lo siente contra su pecho. Besa su coronilla tibia, la piel sedosa contra sus labios, el olor infantil colándose en su nariz, su pelusa un cosquilleo en  su rostro pálido.

Pearl camina, despegándose del miedo que la clava al suelo; quiere dejar atrás el portón para alcanzar el altar, al fondo. No lo ve, pero sabe que está ahí. Sus pasos resuenan huecos, su respiración entrecortada, su garganta gime involuntaria.

Y mientras avanza por el pasillo y la nave se alarga interminable, presiente más que siente que el depredador anda cerca.

A su espalda el portón se abre despacio y Pearl se detiene. Abre mucho los ojos cuando descubre que no se ha movido de donde estaba. El pórtico de umbral vacío se cierra ante ella. Golpea con fuerza al volver a su lugar. Pearl espera. El bebé se ha quedado muy quieto en sus brazos.

Pearl parpadea tratando de ver. Se vuelve hacia el altar. ¿Por qué sigue estando tan lejos? Da unos pasos. Cuando anda no avanza. Un paso, otro... Y sigue en el mismo lugar. La iglesia parece burlarse de ella, la nave se alarga, el altar se aleja, y ella sigue anclada junto al pórtico, presintiendo más que sintiendo que no está sola.

Oye pasos, en todas partes y en ninguna. Sabe que él está dentro. Piensa en esas otras mujeres muertas, todas en el cementerio. Cuando la sombra de un hombre alto aparece a su lado, Pearl abre la boca y gime. El bebé se encoge en sus brazos, se retuerce, y ella lo aprieta con fuerza para que no se le escape... Cuando el asesino se acerca, puede ver sus ojos, dos ascuas frías que traspasan su miedo. Cuando levanta su mano y le muestra sus dedos largos, ella boquea y su cuerpo se funde con el suelo y sus rodillas se doblan mientras el pánico se lleva la cordura, y aprieta al bebé queriendo salvarlo. Cuando las garras del depredador se enredan en su garganta y aprietan, Pearl quiere gritar y no puede. La bóveda alta de Santa Cecilia se cierne sobre ella, sus muros se tornan manchas informes, sus pilares gruesas lágrimas que emborronan su mirada. El aire no pasa, los pulmones arden, su mente se lamenta. Pearl se agita, aprieta al bebé contra su pecho, mientras él la ahoga, manos fieras, frías, desnudas; mientras él se encorva y ella se encoge, y cae, mientras él se esfuerza y la mira y busca su alma que se escapa, y la muerte asoma...

Pearl ya no es Pearl. Pearl se desmadeja y su cuerpo cae, y queda maltrecho en el suelo de piedra, inerte su rostro, el bebé aún contra su pecho.

El asesino no lo ve.

El bebé también muerto, porque mientras Pearl se ahogaba apretaba, y le ha robado el aliento.

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