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  • Foto del escritorMaite R. Ochotorena

Relato: «La tienda de la señora Henkel»



Relato: «La tienda de la señora Henkel»

La puerta está cerrada, y el cartel también indica que está «cerrado», porque la señora Henkel está a punto de marcharse, pero ellos entran, con osadía, con desparpajo y una gran sonrisa en la cara, como si fuesen los dueños de la tienda. Ella se incorpora —estaba agachada ordenando las últimas cajas del envío de esa mañana—, y arquea las cejas sorprendida.

—…lo siento, estoy cerrando. Podéis volver por la tarde, abro a las cinco.

—…lo sabemos, será sólo un momento, señora —contesta uno de los dos recién llegados. Un rápido vistazo a sus ropas y la señora Henkel comprende que son comerciales, dos tiburones, otra vez.… Casi puede ver sus colmillos asomando por detrás de sus labios. Se arma de paciencia—. ¿Es usted la dueña?

La señora Henkel se incorpora con cara de pocos amigos. Es la sexta vez que la visitan esa semana, no ellos, pero sí otros de su misma empresa. Son comerciales de seguridad, venden alarmas.

—Soy la dueña, y lo siento, pero ahora mismo no puedo atenderos. Además, ya han venido vuestros compañeros varias veces, y os he dicho que no voy a poner nada.

—Señora…

—…Henkel.

—Señora Henkel —dice uno de los dos, alto moreno, bien afeitado, y con ojos de hiena—… Verá, no pretendemos incordiarla, y entiendo que hemos venido varias veces a verla, pero es que nos han notificado que está habiendo bastantes robos en esta zona.

—Aquí no van a entrar, esto es una mercería, ¿qué se van a llevar? ¿Una bragafaja?

—Oh, disculpe, soy Brandon, y éste es mi compañero, Carmichael —extienden la mano para que se la estreche, y ella, como en un acto reflejo, responde educadamente, aunque su apretón es firme y breve, como se merecen—. Se sorprendería si le contara hasta dónde es capaz de llegar esta gente, señora Henkel, entran en cualquier parte, sin miramientos, y lo que es peor, si ven que no hay nada de su interés…

—…lo destrozan todo —añade Carmichael. Sus ojos brillan en la penumbra de la pequeña tienda, tan atestada de género que apenas pueden revolverse.

—…y ya no es por lo que puedan robar o no, es por las molestias, porque si eso ocurriera, estaría usted unos días sin poder trabajar hasta que el seguro le deje todo como estaba…

—De eso ya me preocupo yo, no necesito alarma. Ésos ya saben dónde entran, y aquí ya os digo yo que no se van a molestar en venir.

—…pero están entrando sin distinciones —insiste Brandon—, e incluso en algunos casos de día, con violencia… Señora Henkel, es ahora cuando debe usted protegerse de un más que posible robo, o peor… de un ataque violento. Nuestra alarma cubre ambas cosas, va a estar usted protegida, las veinticuatro horas, tendrá un botón de socorro directamente conectado con nuestra centralita, podremos ver y escuchar lo que sucede y actuar en cuestión de segundos, pero lo más importante es la disuasión…

—…porque no le quepa duda de que entrarán primero allí donde saben que no hay ninguna medida de protección, y «usted», está desvalida, señora Henkel. No quiero asustarla, pero ahora mismo es usted un blanco fácil para esos desalmados… Hace dos días le dieron una paliza de muerte a un vecino de usted, muy cerca de aquí. Está ingresado en el hospital con traumatismos graves en la cabeza…

La señora Henkel lo sabe bien. Toma aire por la nariz y lo suelta despacio por la boca.

—¿Podéis march…

—¿Cuándo quiere que se la instalemos? Si quiere, podemos hacerlo enseguida, y sin que tenga que pagar nada más que su cuota al mes, ¡menos de lo que le costaría un café al día! ¿Cuánto vale su vida, señora Henkel? ¿No merece la pena sentirse segura por tan poco dinero? Vamos, dígame, ¿tiene buena cobertura aquí? Ya sabrá que nuestra alarma no necesita cableado…

—…tiene muy buena cobertura —le apoyó Carmichael comprobándolo con su blackberry—. Es Movistar… a tope…

—¡Basta! —aúlla colérica la señora Henkel. Brandon, que ya estaba sacando de su maletín los contratos para que los firme, se queda helado, con los papeles suspendidos sobre el mostrador—. Ya os estáis largando ahora mismo, ¡no voy a poner nada! Y como volváis una sola vez más, llamaré a vuestra compañía y me voy a quejar, ¡os pondré una denuncia!

—Pero señora, ¿sabe usted a lo que se arriesga? En menos de media hora puede usted estar segura, ¡y sin tener que desembolsar un duro…

—¡Que os calléis!

La señora Henkel sale de detrás del mostrador con una escoba, y los dos comerciales retroceden. Los ojos de Brandon brillan furiosos, las pupilas dilatadas como las de los tiburones… Alza las manos en señal de rendición y reculan hacia la puerta.

—Después no diga que no se lo hemos advertido…

—Ya, ya conozco vuestras prácticas… Más os vale que no volváis por aquí, y como pase algo, ¡os voy a denunciar!

Brandon suelta una carcajada, da media vuelta y se va, seguido de su compañero. Dan un portazo al salir. La señora Henkel se queda con la escoba en la mano, temblando de indignación y por el esfuerzo… Enseguida corre a por su bolso, sale y cierra la puerta con llave. Se va a su casa a comer y a descansar, pensando, pensando…

Por la tarde regresa, y sigue dándole vueltas a lo ocurrido. No es porque dude, ella sabe que no necesita la dichosa alarma, sino porque teme represalias por parte de esos depredadores. Ella ha oído más de una vez que cuando alguien se niega, como ella, a poner su alarma, mandan a sus sicarios a dejarle claro que «necesitan» protección. Eso es lo que le ha pasado a su vecino, el pobre señor Munn. Pero ella no va a permitir que hagan lo mismo en su tienda.

La tarde es tranquila, apenas entra nadie en su pequeña mercería de barrio, de toda la vida, y ella se dedica a ordenarla, mientras le da vueltas al asunto. No está para esos trotes a sus sesenta años, y le queda tan poco para jubilarse… Urde un plan, y enseguida se siente mejor.

Al llegar las siete y media, se dispone a cerrar. La calle está tranquila, ha anochecido y llueve. Mira a través del escaparate. No hay nadie… Entonces cierra la puerta y echa la llave. Esa noche se va a quedar en la tienda. Tiene en la parte de atrás una butaca donde suele echar cabezaditas cuando lo necesita. Puede dormir en ella, y vigilar, y como tiene el sueño ligero…

Últimamente no come mucho, así que no echa de menos cenar algo. Se sienta en su butaca y coge una mantita que tiene en el respaldo, para taparse con ella. Apaga las luces e intenta dormir. Es una mujer mayor, y enseguida cae en un sueño profundo… hasta que se oye un ruido, un golpe seco, y después otro más fuerte. El escaparate estalla en mil pedazos y los cristales caen al suelo hechos añicos. La señora Henkel se despierta de golpe. Mira su reloj, son las dos de la madrugada. ¡Si acaba de dormirse! O eso le parece… Pero no. Se ha dormido tan a gusto… Se asoma un poco, y ve las figuras de dos encapuchados colándose en la tienda.

Al día siguiente, antes de abrir, su seguro ya ha arreglado el escaparate y está trabajando con absoluta normalidad. La señora Henkel está cansada, pero satisfecha. Algunas de sus clientas pasan a verla, sin saber que han intentado robarle. En realidad, encuentran a la señora Henkel de muy buen humor, incluso satisfecha de sí misma. Todo parece como siempre, y cuando esa misma tarde regresan los comerciales, Brandon y Carmichael, no se molesta siquiera en echarles. Esperaba que se presentaran, sí, incluso lo deseaba… Sonríe al verles entrar.

—Caramba, señora Henkel, nos han avisado que anoche quisieron robar aquí… ¿se encuentra bien?

—¿Aquí? ¿Robar? No, aquí no ha pasado nada —miente—, os habrán informado mal…

Brandon mira a Carmichael extrañado, y luego se vuelve hacia ella.

—Pero no puede ser, nos han asegurado que anoche entraron aquí, que rompieron los cristales —mira el escaparate desconcertado—…

—Ya se lo advertimos, era cuestión de tiempo… —asegura Carmichael.

—Pero es que os equivocáis, aquí no han venido a robar…

—Habrá sido aquí al lado —se defiende Brandon. Se le ve muy molesto, contrariado—. En fin, supongo que da lo mismo, la cuestión es que la siguiente será usted, señora Henkel… Dígame, ¿cuándo quiere que le instalemos la alarma? Si logran entrar una vez, y no la tiene usted instalada, seguro que volverán, les va a resultar muy fácil… Carmichael, llama a central y que manden un técnico…

—Ah, no, eso sí que no… ¡Ni se te ocurra llamar a nadie!

La señora Henkel parece ahora muy molesta. Luego luce una extraña sonrisa y sus ojos brillan. Entonces se oye un chirrido, y al volverse ve que la puerta que da a la trastienda se ha abierto levemente, y que por la abertura asoman inertes un pie y un brazo ensangrentados. Mira de reojo a los comerciales. No se han dado cuenta de que tiene los cuerpos sin vida de los ladrones aún ocultos en la trastienda. Da un paso atrás, con disimulo, y los empuja con el pie, para forzarlos y poder cerrar la puerta.

—Señora Henkel… ¡Vendrán a robar! ¿Está usted loca?

La señora Henkel les lanza una mirada hostil y se endereza.

—Soy mayor, pero no tonta, y os aseguro que aquí no va a venir nadie, ¿está claro?

—Pero…

—Se arriesga usted mucho…

—Yo creo que no…

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